las hermanas Bruna

El juicio de las hermanas Bruna

El juicio de las Bruna

Un caso de traición familiar en un pueblo donde los secretos no se gritan, pero sí se heredan.

La casa, el pozo, el invierno

Antes de que nadie hablara de el juicio, ya algo se había roto. No fue un grito, ni un portazo. Fue el silencio. Esa clase de silencio que se instala en los pasillos, que enfría el café antes de servirlo y que hace sonar más fuerte los pasos de los otros.

Las hermanas Bruna no nacieron enemigas. Nacieron con un año y medio de diferencia, en la misma cama de hierro forjado, bajo la misma lámpara rota. Compartieron vestidos, inviernos y alguna que otra mentira piadosa. Hasta que dejaron de hacerlo.

La finca familiar se alza al norte del pueblo, entre trigales sin cosechar y una hilera de chopos que parecen siempre a punto de irse. Dicen que la casa fue blanca alguna vez. Ahora es gris y callada. A un lado, el pozo. Redondo, sin brocal. Ahí tiraron agua durante tres generaciones. Y secretos, según la abuela Eufrasia, que hablaba sola desde que enviudó.

Nadie sabe exactamente cuándo se torció la cosa entre las hermanas. Algunos mencionan la compra del tractor. Otros, el testamento del tío Julián, que llegó en papel azul y con letra extranjera. Pero en el pueblo —Santa Brígida del Sobrante, donde todo pasa sin parecer que pasa—, lo que importa no es cuándo comenzó todo, sino cómo terminó: en el juicio.

Era invierno. De esos que crujen al pisar. Y aunque el pueblo parecía igual que siempre, algo ya se había empezado a mover bajo la escarcha. Porque en pueblos como este, lo que no se dice, pesa. Y lo que se esconde... siempre acaba saliendo en la declaración.

Lo que se sabe, lo que se dice

El pueblo empezó a murmurar mucho antes de que se anunciara el juicio. Primero en la panadería, luego en la misa de las ocho, y finalmente en la cola del ambulatorio, donde los rumores suelen ir a hacerse análisis de sangre.

Grupo de parroquianos rumoreando sobre lo que ellos creen

—Dicen que es por una cocina que se compraron a medias —dijo doña Áurea, que no cocina desde el 92, pero colecciona catálogos de electrodomésticos como si fueran estampitas.

—Mentira. Es por aquel mozo, el ayudante del veterinario, que salió con las dos —añadió el señor Genaro, cartero jubilado y aficionado a completar las historias que no le llegan con sello.

—No es por nada de eso —interrumpió Herminia, la de los sellos falsos—. Es por la madre. Esa señora siempre tuvo el don de malcriar con elegancia. Una vez me regaló una mermelada sin abrir… de 1984.

En realidad, nadie sabía nada. Pero todos sabían algo. Es lo propio en Santa Brígida del Sobrante: las verdades circulan como recetas mal copiadas. Una herencia, un terreno, un hombre, una deuda… todo tenía sentido dependiendo de quién lo contará. Y nadie, ni siquiera las hermanas Bruna, corregían las versiones.

María Bruna, la mayor, seguía atendiendo la tienda de ultramarinos como si nada. Aunque desde hacía un mes el azúcar estuviera mal etiquetado y el papel higiénico durara menos de lo debido. En cambio, Clara Bruna, la pequeña, apenas salía. Solo se la veía los jueves, regando los geranios con saña y sacando la basura con una pulcritud vengativa.

Ninguna mencionaba a la otra. Pero en el pueblo todos sabían que algo iba a estallar. El juez Lázaro había sido visto dos veces comprando bolígrafos nuevos. Y la secretaria del ayuntamiento había pedido silencio en la sala de espera, lo que en este pueblo equivalía a una alarma roja.

¿Qué se disputaban las Bruna? ¿Una finca? ¿Un recuerdo? ¿Un silencio mal llevado? Nadie lo sabía. Pero todos ya tenían lista su ropa de domingo para el día de el juicio. Como si fuera misa. Como si fuera teatro. Como si fueran las dos cosas a la vez.

El día en que se nombra

El 14 de enero se colgó el anuncio en la puerta del ayuntamiento: “El juicio de María y Clara Bruna tendrá lugar el próximo lunes, a las once, en la sala del juzgado municipal”. Nada más. Ni causa, ni motivo. Como si bastara con el apellido.

Esa misma tarde, la plaza se llenó de frases a medio empezar:

¿Y qué se juzga? —preguntó la panadera.

—Algo muy gordo. O muy fino, pero alargado —respondió sin pestañear un hombre con una radio colgada al cuello.

El lunes, el juzgado olía a abrigo de misa. El banco de los testigos crujía. El juez Lázaro había planchado su toga con tanto esmero que tenía pliegues de autor. A su izquierda, el abogado Alfredo Cenzano hojeaba unos papeles como quien relee cartas de un amor antiguo. Nadie entendía cómo sabía tanto de las Bruna si, oficialmente, venía de Badajoz.

—¿No vivió él de joven con la tía Angustias? —susurró alguien desde la segunda fila.

El primer testigo, don Julián, el veterinario, dijo recordar que María y Clara discutieron en 1942 por una vaca que no era de nadie, pero que daba leche como si lo fuera. Luego corrigió la fecha. Dijo que quizá fue el año en que nevó. O en que no nevó. Nadie lo contradijo. En este pueblo, la memoria es de uso personal.

Una carta comprometida es sacada en el juicio

Luego hablaron de una carta. Una que Clara habría escrito en 1939 y que María supuestamente guardaba desde entonces. Alfredo la mostró con ceremonia, como si enseñara una reliquia. Era una carta de apenas cinco líneas, con letra de adolescente airada y una frase subrayada dos veces: “Si me haces eso, te lo devuelvo más grande y con firma”.

—¿Qué le hizo? —preguntó el juez.

—No sé —dijo Clara—. Tal vez no le hice nada. Pero lo sentía como si lo hubiera hecho.

Y ahí se instaló la primera grieta: una mentira tan vieja que ya parecía un recuerdo. María negó haber recibido esa carta. Pero el papel tenía un doblez que solo se hace en esa casa, con la técnica que enseñaba la madre para que las cosas importantes no se perdieran entre recetas de lentejas.

En un momento tenso —o ridículo, según la fila en la que uno estuviera—, el abogado preguntó si alguien sabía algo del veneno. Nadie respondió. Pero la señora Cata, que no oye bien, pero todo lo ve, dijo más tarde que Clara se puso pálida, y que Alfredo sonrió apenas. Como quien no debería haber dicho algo, pero se alegra de haberlo dicho.

Así empezó el juicio. Con dudas, con silencios, con frases entrecortadas que parecían tener más sentido al revés. Y con dos hermanas que, por primera vez en años, se miraron de frente. Y no bajaron la vista.

Lo que no se puede contar

El juicio llevaba ya dos sesiones y no se había dicho casi nada. O se había dicho todo, pero envuelto en frases que necesitaban mapa. Las Bruna seguían sin levantar la voz, pero tampoco negaban con fuerza. El fiscal parecía cansado de preguntar. El juez había dejado de subrayar.

Entonces llegó el sobre. Un sobre color crema, sin remite, que alguien deslizó por debajo de la puerta del juzgado. Lo abrió la secretaria con el gesto de quien teme una multa de tráfico. Dentro: una fotografía. Vieja, doblada en las esquinas. Las hermanas Bruna, con trenzas, sentadas sobre un muro de piedra. Y entre ellas, un niño.

Foto de las hermanas Bruma con trenzas y un niño en el centro

Nadie lo reconoció al principio. Pero Clara soltó el nombre como si se le cayera de un sueño mal dormido:

—Valentín.

El nombre no estaba en ninguna parte del expediente. Ni en los relatos de la abuela, ni en las crónicas familiares que aún circulaban en las comidas de Navidad. Valentín era ese tipo de recuerdo que se guarda en un cajón al que solo se puede volver cuando ya no queda nadie vivo para preguntar.

Resultó que había sido hijo del jornalero que trabajaba la finca. Vivió allí un par de años, cuando las Bruna tenían diez y once. Jugaban juntos, reían juntos. Se hizo costumbre. Hasta que un día desapareció. Dijeron que su padre lo había mandado lejos. Dijeron que no se adaptaba. Dijeron muchas cosas.

Pero ahora, con la foto, lo no dicho se volvió nítido. Valentín no se fue. Lo echaron. Y fue por algo que ocurrió con las hermanas. Algo que ninguna terminaba de confesar, pero que las dos recordaban con la misma punzada en la garganta.

—¿Quién envió la foto? —preguntó el juez.

—Yo no he sido —dijo Clara.

—Ni yo —dijo María, aunque evitó mirar al abogado Alfredo, que ese día no trajo su maletín. Solo una carpeta fina y el ceño fruncido de quien guarda demasiadas versiones del mismo hecho.

A partir de ese momento, el juicio ya no fue el mismo. Ya no se hablaba solo de una herencia, ni de un terreno. El fiscal intentó volver al orden cronológico. No pudo. El juez pidió que se centraran en los hechos. No hubo caso. Había una historia escondida, una traición sin nombre. Y un testigo —o un autor— que aún no se había presentado.

Lo peor no era lo que se había revelado. Era lo que empezaba a insinuarse: que alguien estaba interviniendo en el proceso para que no se resolviera. Que el juicio no debía terminar. Que la verdad no servía para sanar, sino para hurgar. Y en Santa Brígida, hurgar era casi un crimen.

El nombre de las cosas

El último día de el juicio, el banco de los testigos quedó vacío. El abogado Alfredo no se presentó. Tampoco explicó por qué. Dijo la secretaria que se excusó por “motivos personales”. Pero alguien juró haberlo visto en la estación, con un sombrero que no era suyo y una maleta que parecía demasiado ligera para un abogado.

El juez Lázaro cerró el expediente sin dictar sentencia firme. Habló de una resolución provisional, de necesidad de mayor documentación, de la importancia de los matices. Era su forma de decir: no quiero meterme más en esto.

María y Clara Bruna, saliendo de los juzgados sin hablarse

María y Clara Bruna se levantaron al mismo tiempo. No se miraron. No se hablaron. Salieron por puertas diferentes del edificio. Como si el juicio no hubiera ocurrido. Como si la verdad no hubiera servido. O peor: como si, una vez revelada, ya no importara.

Tres días después, apareció una carta sin abrir en el buzón del juzgado. Iba dirigida al juez, con letra de mujer mayor. No tenía fecha. Ni remitente. Dentro, un folio amarillento con una sola frase:

“Valentín murió en el pozo. Fue un accidente. Pero nadie quiso recordarlo como tal.”

La carta nunca se incorporó al expediente. La secretaria la guardó en una carpeta sin etiqueta y la dejó caer, sin querer queriendo, en el fondo de un archivador que casi nunca se abre. Algunos dicen que la quemó. Otros, que la fotocopió antes. En el pueblo, la verdad siempre tiene versión doble.

Desde entonces, cuando se habla de el juicio, nadie sabe muy bien si se refieren al proceso legal o al otro. Al juicio sin jueces. Al que ocurre en las sobremesas, en las lavanderías, en los silencios compartidos.

Porque aquí, cuando algo no se dice, pasa a ser parte del mobiliario. Y cuando algo duele demasiado, se le cambia el nombre. Como se hace con los objetos que uno no quiere tirar, pero tampoco quiere volver a usar.

Desde entonces

La finca con una verja oxidada y un pozo

La finca sigue ahí. Un poco más cubierto de hiedra. El pozo también. La verja se ha oxidado con discreción. Hay días en que el viento mueve las ramas como si intentara barrer algo que no se ve.

Las Bruna viven en el mismo pueblo, a calles de distancia. No se saludan. Pero a veces coinciden en la misma misa, o en la farmacia, y fingen no reconocerse. Nadie ha vuelto a nombrarlas en voz alta. Solo algún niño curioso ha preguntado por qué en esa casa ya no florecen los geranios.

El expediente de el juicio duerme en el archivo municipal, entre un caso de abigeato mal resuelto y una disputa por unos melocotones. Pero hay quien asegura que, si lo abres, sigue oliendo a algo tenso. A rencor guardado en sobre.

Cada cierto tiempo, alguien, generalmente los más jóvenes, vuelve a preguntar: “¿Qué pasó entre las Bruna?”. Y alguien más viejo, más cansado, responde lo de siempre:
—No pasó nada. Solo que no se perdonaron a tiempo.

Así quedó el juicio. No como una sentencia, sino como una sombra. No hubo justicia. Tampoco crimen. Solo una herida. Y en pueblos como este, las heridas no se curan. Se heredan.

Difunde la historia, no el silencio

CUENTOS EN LA BIBLIOTECA

  1. Maty Marín dice:

    ¡Luis! Que me he quedado como "embrujada". ¡Me gusta mucho tu estilo! Me hiciste regresar, y ahora antes de escribir esto he hecho una pausa porque me puse a escudriñarte. Eres uno de esos que saben muuucho de todo esto, compartí en mi Face uno de tus artículos. Bueno, que voy a seguir asomándome porque ya no lo puedo evitar. No me extraña que Miguel te haya colaborado con sus conocimientos sobre este mundo tan de ustedes, vaya par!
    Y sabes? Eres alguien con sensibilidad, y eso me cuesta muchas veces encontrar en el sexo masculino. Está historia del juicio me movió muchas cosas, lo narras de una forma que sí o sí te hace reflexionar. A mí en lo particular me ha dolido que haya casos así, y es que sí que los hay. Y así, lo único que se pasa es ¡La vida! Lo escribes de una forma que encanta.
    Perdón por ser repetitiva, pero insisto en tu formato: pocos se aplican en hacer algo así, que sea tan agradable y que invite a no

    parar de leer. Además de que tus letras, no son producto de la casualidad. ¡Me encanta!
    Bueno, de momento te dejo mis saludos y mucho agradecimiento.

    1. Luis dice:

      ¡Maty! Me has dejado más emocionado que captcha sin robots.
      Gracias por ese pedazo de comentario, por leer con el alma y por escudriñarme sin piedad (¡me encanta!).
      Que El juicio de las Bruna te haya tocado así ya lo compensa todo… incluso las ojeras, el café frío y los juicios internos del escritor.

      Y oye, eso de que tengo sensibilidad… lo voy a enmarcar y colgar junto al router (lo más sagrado de mi casa).
      Miguel y yo hacemos buen tándem, sí, aunque él sabe tanto que a veces tengo que fingir que entiendo.

      Gracias también por compartir en tu Face, eso ya es delito de cariño en primer grado.
      Un abrazo enorme, y vuelve cuando quieras: esta casa siempre tiene luz encendida.

  2. Dakota dice:

    Hola Luis, jopetas esto se avisa. Vaya juicio te has marcado con las hermanas Bruna. Me encanta como escribes, o como lo cuentas, creo que voy a seguir buceando por estas historias porque además de gustarme tu forma de contar, estas historias son del estilo que me gustan. De las que se sienten.
    Un abrazo Luis y felicidades por este espacio🤗
    Siempre te leo 👀

    1. sLuis dice:

      ¡Dakota, jopetas tú también! 😄
      ¿Quién avisa cuando las Bruna entran en escena? ¡Si hasta el juez se lo pensó dos veces!
      Mil gracias por pasarte, leer y sentir —que no es poca cosa en estos tiempos tan de scroll rápido. Me alegra un montón que te guste cómo lo cuento… aunque las Bruna no siempre me lo ponen fácil, ¿eh?

      Sigue buceando sin miedo, que en este charco hay historias con profundidad (y sin tiburones, de momento).
      Un abrazo grandote, y gracias por estar siempre al acecho 👀📚

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