El paraguas detector

El paraguas que solo se abría cuando alguien mentía

El paraguas se abre solo

¿Qué pasaría si cada vez que alguien mintiera, un paraguas se abriera por su cuenta? ¿Y si ese paraguas estuviera en tus manos?

Esta historia no es sobre la lluvia. Ni siquiera sobre la verdad. Es la crónica tragicómica de un tipo entrañable y algo insoportable —Eulogio Sardá—, que una mañana cualquiera descubrió que su paraguas tenía principios morales. Y muy mala leche.

Eulogio, cincuentón largo, con cara de lunes perpetuo y un peinado que siempre parece recién despertado, vive entre tazas de café frío, periódicos doblados por las esquelas y rutinas innegociables. Exfuncionario de Correos, aficionado a corregir a desconocidos y con un máster en sarcasmo autodidacta, tiene por costumbre inventarse excusas más que planes. Y odia la humedad: en las paredes, en la voz, en los ojos ajenos.

En su barrio —una joya urbana donde todos mienten lo justo para no pelearse en la cola del pan—, Eulogio era un tipo tolerado. Hasta que su paraguas empezó a abrirse solo cada vez que él, o alguien cerca, decía una mentira. Una pequeña. Una piadosa. Una de esas necesarias para sobrevivir en paz.

Lo que empezó como una anécdota incómoda se convirtió en un trastorno social. Pero nadie estaba preparado para convivir con la verdad. Y mucho menos con un objeto tan indiscreto, tan puntual, tan vengativo... como un paraguas vengador.

Esta comedia de enredos con aroma a novela negra, salpicada de decisiones ridículas, dilemas éticos y frases que uno nunca debería decir en voz alta, te hará reír y dudar al mismo tiempo.

Prepárate para abrir la mente. Y cerrar el paraguas. Si puedes.

Una obra original de sátira y reflexión

Eulogio, el meteorólogo del bar

En el Bar Torino no llovía nunca. O eso repetía Eulogio Sardá con tono solemne cada vez que alguien traspasaba la puerta con un paraguas en la mano. “Aquí no cae ni la verdad”, decía. Era su frase estrella, acompañada de un gesto con la cucharilla, como quien lanza una tesis doctoral sobre climatología de interiores.

El Torino era su segundo hogar, aunque pasara más horas allí que en el primero. Tenía su mesa —esquina izquierda, junto al radiador aunque fuera julio—, su taza astillada que solo él toleraba y una relación complicada con el camarero: basada en deudas antiguas, ironías frescas y cafés que nunca se pagaban pero siempre se pedían con educación.

Paraguas abierto en un bar

Aquel martes, sin nube en el cielo ni previsión de tormentas políticas en la radio, todo parecía discurrir con la normalidad de una novela sin argumento. Hasta que sucedió lo improbable. Eulogio, en un gesto que nadie pidió ni esperaba, alzó la voz para anunciar: “Hoy pagaré el café.”

Fue entonces cuando su paraguas —aquel que siempre llevaba por costumbre, más por superstición que por utilidad— se abrió con un estruendo seco. No un temblor. No un movimiento accidental. No. Se abrió solo. Rápido, preciso, como si hubiera detectado una alerta de integridad comprometida.

El bar entero se quedó en silencio. La cuchara suspendida a mitad del azúcar. El cruasán detenido en el trayecto al mordisco. Hasta el ventilador del techo pareció girar más despacio. El paraguas, tieso y orgulloso como un gallo en misa, parecía señalarlo a él. No hablaba, pero lo decía todo: “¡Mentira!”

La camarera, que ya no se fiaba de ningún cliente pero menos aún de los que prometían pagar, ni se inmutó. Apuntó la deuda en el reverso de un ticket vencido y murmuró “como siempre” sin levantar la vista.

Eulogio intentó reír, como si todo fuera una broma posmoderna. Pero la gente no reía. Observaban el paraguas como si fuera una prueba judicial, una pieza de museo o el inicio de un Apocalipsis muy personal. La vergüenza se le subió por las orejas como una marea sin control.

¿Era coincidencia? ¿Un defecto mecánico? ¿O acaso… el fin de su reputación? Porque si aquel paraguas reaccionaba a las mentiras... ¿cuántas veces más pensaba abrirse?

El secreto del paraguas mentiroso

Tras el incidente en el Bar Torino, Eulogio hizo lo que todo hombre racional haría en su lugar: consultó a la mayor experta en lo inexplicable que conocía. La señora Miralles vivía tres pisos por encima de su lógica y uno por debajo de la realidad. Era una mujer que había vendido enciclopedias esotéricas durante veinte años sin leer una sola entrada. “La magia está en la tapa dura”, decía.

El salón de su casa olía a eucalipto, incienso barato y misterio mal ventilado. Había figuras de cuarzo, fotos de gatos fallecidos y una televisión siempre encendida sin volumen, como si esperara una señal divina desde el teletexto.

Al ver el paraguas, la señora Miralles alzó una ceja y se puso seria —lo cual no ocurría desde el funeral de su cuarto marido— y dijo sin rodeos:

—“Eso no es un paraguas, hijo. Es un detector de caraduras. Un escáner de sinvergüenzas. Una reliquia emocional con juicio propio.”

Eulogio soltó una carcajada nerviosa, como quien no sabe si está en una broma o en un episodio piloto. Y para no quedar como crédulo, soltó sin pensar:

—“Claro que me creo eso.”

Detector de mentiras paraguas flotando

¡Fwoomp!

La señora Miralles asintió con la gravedad de una médium que ya ha visto demasiadas cosas en la vida. “No eres tú el que elige al objeto. Es el objeto el que te ha elegido”, dijo mientras se servía anís seco en una taza de Hello Kitty.

El paraguas volvió a abrirse de golpe, con la elegancia de un artefacto demoníaco disfrazado de complemento de lluvia. Dos vasos cayeron de la mesa como soldados caídos. La tele parpadeó sin motivo, una vela se apagó y una figura de cuarzo rodó por el suelo hasta detenerse señalando a Eulogio. La señora Miralles no pestañeó.

Desde aquel día, Eulogio empezó a hacer pruebas. Diciendo mentirijillas, típicas y cotidianas. “He dormido bien.” —¡Fwoomp! “No te molesto, ¿verdad?” —¡Fwoomp! “Hoy pago el café.” —¡Fwoomp!

El paraguas no fallaba. Reaccionaba con precisión quirúrgica a cada mentira, por mínima que fuera. Sin juzgar. Sin dar segunda oportunidad. Y con la mala educación de abrirse incluso en espacios cerrados.

Pero la gran pregunta rondaba ya su cabeza como una mosca existencial: ¿quién demonios podía vivir diciendo solo la verdad? ¿Quién quería vivir así? ¿Y si el problema no era el paraguas… si no todo lo demás?

El paraguas molesto

Política local y chaparrones éticos

Después de su creciente fama como “el hombre del paraguas justiciero”, Eulogio recibió una invitación formal (con membrete dorado y faltas de ortografía) para reunirse con el alcalde. El consistorio necesitaba urgentemente una estrategia de “reputación ética sin consecuencias reales”, y él era, según dijeron, la persona ideal para fingir que se hacía algo.

La reunión tuvo lugar en el salón de actos del ayuntamiento, una sala con moqueta gris, micrófonos inalámbricos que no funcionaban y banderas perfectamente planchadas pero profundamente avergonzadas.

—“Eulogio,” —empezó el alcalde, un hombre con cara de anuncio de seguros y voz de documental dormido— “la ciudadanía exige transparencia, y queremos que usted sea nuestro asesor municipal de sinceridad.”

El paraguas, que descansaba en el suelo como un gato doméstico en modo espera, no reaccionó. Hasta que el edil añadió:

—“Por supuesto, le pedimos que no se acerque con el paraguas a las ruedas de prensa. Ya sabe, por... respeto institucional.”

¡Paf!

Rueda de prensa con paraguas abierto

El paraguas se abrió de golpe, como si quisiera salir huyendo. El estruendo fue tal que tiró una botella de cava municipal (aún sin inaugurar), desvió una cámara local y provocó el desmayo espontáneo de un asesor de comunicación especialmente sensible a la ironía.

Los periodistas, acostumbrados a fingir interés y transcribir mentiras con precisión de notario, se encontraron ante un dilema inédito: si el paraguas se habría ante ciertas frases, ¿debían escribir lo que realmente ocurría? La duda duró lo justo para llenar titulares:

“El paraguas de la verdad tumba el discurso del alcalde.”

“La política local, empapada de sinceridad.”

En cuestión de días, Eulogio fue trending topic en Twitter, WhatsApp y en la cola del pescado. Pero también empezó a notar miradas incómodas, invitaciones canceladas y puertas que se cerraban justo cuando él pasaba.

La ciudad no estaba en crisis por corrupción. Eso ya era costumbre. Estaba en crisis porque Eulogio ya no podía ir a ningún sitio sin causar caos, sospechas y confesiones no solicitadas. El simple hecho de entrar con el paraguas bajo el brazo era suficiente para provocar diarrea moral.

Y lo peor es que él tampoco sabía qué hacer con ese poder. No era justicia. No era magia. Era otra cosa. Más molesta. Más real. Más peligrosa.

La verdad, esa molesta costumbre

Tras arruinar una rueda de prensa, tres bautizos y una partida de dominó en el centro de jubilados, Eulogio decidió que ya era suficiente. El paraguas, ese objeto vengador con vocación de fiscal, debía desaparecer.

Primero lo lanzó a un contenedor de reciclaje de plásticos. Volvió al día siguiente, apoyado en su puerta con gesto pasivo-agresivo. Luego lo metió en un armario y cerró con cinta americana, candado y una estampita de San Cucufato.

Paraguas cerrado en la nevera

Al abrir la nevera, el paraguas estaba dentro, entre el gazpacho y el medio limón reseco. Finalmente, se lo regaló a su suegra con la excusa de “es elegante y te combina con el luto”. Dos días después, ella lo dejó discretamente bajo su felpudo con una nota: “Ni loca, Eulogio. Este trasto casi me divorcia del bingo.”

Rendido, Eulogio hizo lo impensable: intentó decir la verdad.

Al principio, fue devastador. Dijo lo que pensaba sobre los menús del bar y lo vetaron. Opinó con sinceridad sobre una novela autoeditada de su primo y fue eliminado del grupo familiar. En una cena con sus excompañeros de trabajo, confesó que nunca entendió cómo funcionaba el Excel. Lo miraron como a un traidor de la modernidad. Hasta perdió una pequeña herencia porque en el notario se le escapó que “la tía Encarna no era tan buena como todos la pintaban”.

Pero algo curioso ocurrió. Cuanto más decía la verdad —no la brutal, si no la auténtica—, más libre se sentía. Más ligero. Más él.

En el Bar Torino, una amiga le lanzó la clásica trampa social:

—“Oye, Eulogio… ¿T e parece bien que te pregunte si estoy gorda?”

Silencio. Expectación. El camarero dejó de limpiar vasos. Un perro dejó de masticar su hueso. El paraguas, bajo la silla, parecía latir.

—“Sí. Me parece bien. Pero no quiero contestar.”

El paraguas no se movió. Ni un suspiro. Ni un temblor. Estaba ahí, cerrado, satisfecho. Y Eulogio, por primera vez en semanas, sonrió como si acabara de sobrevivir a una guerra invisible.

No era una victoria total. Seguía sin empleo fijo, tenía fama de aguafiestas y ya nadie le pedía consejos de pareja. Pero al menos había aprendido algo esencial: la verdad no siempre te salva... pero tampoco te hunde si sabes cómo decirla.

Mentiras necesarias, verdades imposibles

El otoño llegó sin avisar, con hojas sueltas y preguntas sin dueño. Eulogio paseaba por el parque como quien vigila sus pensamientos. El paraguas, por costumbre o lealtad, le acompañaba incluso cuando el cielo parecía en huelga de nubes. Ya nadie se asustaba al verlo. Algunos incluso lo saludaban. Como si fuera una autoridad en sinceridad o, al menos, en escándalos discretos.

Hombre hablando con niña bajo un paraguas cerrado

Aquella tarde, sentado en un banco con respaldo irregular y pintura desconchada, notó una presencia a su lado. Una niña. Siete u ocho años. Pelo revuelto, mirada de esas que te atraviesan sin pedir permiso.

—“¿Usted es el señor del paraguas?” —preguntó sin preámbulos.

Eulogio asintió con desgana. Se había cansado de explicaciones. Pero la niña no pedía una historia. Solo una respuesta.

—“Mi padre dice que va a volver. ¿Es verdad?”

La pregunta cayó como una gota en el pecho. Eulogio no conocía a su padre. No sabía si era marinero, preso o simplemente un cobarde con excusas nuevas. Pero reconocía ese tipo de mentira. Las que se dicen con amor, con miedo, con esperanza rota.

Tragó saliva. Podía decir que sí y calmarla. Podía decir que no y romperla. Pero no podía mentir sin que el paraguas lo anunciara como una alarma de incendios con estilo inglés y teatralidad de ópera barata.

El objeto temblaba levemente entre sus dedos. Como si escuchara. Como si supiera.

—“No lo sé” —dijo al fin.

El paraguas se mantuvo cerrado. Firme. Cómplice. Humano.

La niña sonrió. No con alegría. Con alivio. Como si, por fin, alguien no le hubiera prometido lo imposible.

—“Gracias” —dijo ella, antes de irse saltando entre hojas secas y sombras de ramas.

Eulogio se quedó solo. El banco crujió. El aire olía a tierra mojada aunque no llovía. Por primera vez en mucho tiempo, él también sonrió. No como quien gana algo. Si no como quien, por fin, no pierde nada al decir lo que siente.

Había aprendido a convivir con la verdad. Y lo más sorprendente: el mundo, a veces, también.

El último chaparrón

Hoy, Eulogio aún camina con su paraguas. No porque tema la lluvia —la de verdad ya no le preocupa—, si no porque teme algo peor: mentirse a sí mismo. Y aunque lo ha intentado, aunque ha jugado con verdades diplomáticas y silencios ambiguos, el objeto no perdona. Tiene memoria de elefante británico y tacto de cuñado en Navidad.

Se ha convertido, sin quererlo, en una leyenda local. El hombre que escucha sin interrumpir. El que responde con pausa. El que no adorna, ni recorta, ni disfraza. A veces, un niño le ofrece un chicle a cambio de que “haga abrir el paraguas”. A veces, un adulto se le sienta al lado, confiesa algo sin motivo y espera, en silencio.

Ya nadie le pregunta si va a pagar el café. Pero todos saben que si el paraguas se abre, es que algo no encaja. Y si no se abre, también. Porque lo importante no es la reacción del objeto… Si no lo que uno decide hacer con ella.

En días nublados, Eulogio lo abre por costumbre. En días soleados, lo lleva por si acaso. No lo necesita. Pero tampoco lo abandona. Porque ha aprendido algo simple, incómodo y poderoso:

Las mentiras pesan. Pero también hacen sombra. Y a veces, bajo un paraguas, se está mejor si al menos sabes por qué se abrió.

Y si alguna vez lo ves por la calle, con el paraguas en la mano y esa media sonrisa de quien ha sobrevivido a sí mismo, no tengas miedo. Acércate. Cuéntale algo. Cualquier cosa. Si el paraguas no se mueve, quizás hayas dicho una verdad. Si se abre… bueno. Quizás también.

Difunde la historia, no el silencio

CUENTOS EN LA BIBLIOTECA

  1. Ana Piera dice:

    Muy buen relato sLuis, me ha gustado mucho y me ha parecido súper original. Me encantan las chispas de humor que le has metido y que acompañan todo el relato, que tiene un trasfondo importante, las verdades y las mentiras. Y que a veces hay verdades que es mejor callar y mentiras que no tiene caso decir porque nos van a pesar y tarde o temprano la verdad sale a flote. El paraguas, en este relato es un personaje en sí mismo, medio tieso, medio justiciero, pero con alma. Me gustó mucho. Saludos.

    1. sLuis dice:

      ¡Muchas gracias, Ana!
      Qué alegría que te haya gustado tanto. Has captado justo lo que quería transmitir: que a veces las mentiras no son tan simples y que la verdad, cuando aparece, no siempre lo hace como esperamos. Me encanta que vieras al paraguas como un personaje con alma… ¡ese era el plan secreto! Medio tieso, medio justiciero: no lo podría haber descrito mejor 😄

      Un abrazo y gracias por leer con tanta sensibilidad.

  2. Merche dice:

    Hola, Luis, buen relato, con un toque de humor y con un tema peliagudo. Pero me gusta la filosofía de tu protagonista. Ese paraguas debería existir de verdad o, bueno, quizá no... 😉
    Un abrazo. 🤗

    1. sLuis dice:

      ¡Hola, Merche!
      Gracias por pasarte y dejarme estas palabras tan bonitas 😊. Me alegra que te haya gustado el toque de humor, incluso en un tema tan espinoso como la verdad (y sus disfraces). Lo del paraguas… ¡no sé yo si estaríamos preparados! Imagina una reunión de vecinos con uno de esos dando vueltas 😅.

      Un abrazo fuerte y que siempre te cobijen las buenas intenciones ☔✨

  3. finil dice:

    Buenas Don Luís!!
    Menudo invento. Hoy no se cerraría en todo el día.. o igual se quedaba bien plegado, ya que la verdad escasea. Eso sí, a mi este prota me ha gustado, porque aunque las mentiras son odiosas, tampoco creo que las verdades absolutas sean tan necesarias como nos hacen creer. Para eso nacieron las mentiras piadosas supongo, para evitar dramas o salvar alguna vida en algún caso.
    Al final esta palabra moderna, asertividad, es la que deberíamos practicar más, y conseguir decir lo que pensamos sin aplastar al de enfrente.
    Muy bueno don Luis!
    Saludos !!

    1. sLuis dice:

      ¡Muy buenas, Finil!
      Tienes toda la razón: ese paraguas no sabría qué hacer hoy, si desplegarse sin parar o directamente declararse en huelga 😄. Me gusta mucho lo que dices sobre las verdades absolutas… hay veces que la vida necesita más matices que certezas, y más empatía que verdades desnudas. La asertividad, como bien apuntas, es quizá el superpoder real que nos falta practicar más.

      Gracias por leerlo con tanta atención, ¡y por compartir una reflexión tan bien hilada!

      ¡Un saludo, compañera del pensamiento claro y con paraguas propio! ☂️😉

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