Silencio mortal

Silencio mortal en el cuarto del reloj

Silencio mortal en el cuarto del reloj

El polvo danzaba en haces de luz oblicuos que penetraban por las rendijas de la contraventana. Un silencio opresivo, más denso que la propia penumbra, se había apoderado del cuarto del reloj. Las manecillas, habitualmente un metrónomo implacable de la existencia, yacían inertes. No había tic-tac, ni carrillón, solo el eco fantasmal de su ausencia.

La puerta, entreabierta, invitaba a un descenso a la quietud, a un abismo donde el tiempo parecía haberse detenido. ¿Qué secreto ocultaba la inmovilidad del cuarto? ¿Qué interrumpió el eterno vaivén del péndulo, dejando tras de sí un silencio mortal?

La vieja mansión Ainsworth se alzaba, solitaria y amenazante, en lo alto de la colina. Sus muros de piedra, cubiertos de hiedra reseca, parecían susurrar historias de tiempos olvidados, de secretos guardados bajo la sombra de la muerte.

Durante generaciones, el pueblo de Harrow Creek evitó la mansión, marcándola con el estigma de lo siniestro. Se decía que el tiempo allí se comportaba de manera extraña: a veces deteniéndose por completo, a veces acelerándose hasta volverse incomprensible.

Nadie se atrevía a cruzar el umbral, excepto Thomas Ashton, un joven historiador obsesionado con desentrañar el misterio del cuarto del reloj, un lugar maldito del que nadie había regresado con la cordura intacta.

Un historiador desaparece en una mansión donde el tiempo se ha detenido. Silencio, péndulos y un cuarto maldito. ¿Te atreves a entrar

El susurro de las agujas

Thomas Ashton llegó a Harrow Creek al atardecer, cuando el cielo parecía un párpado a punto de cerrarse. El tren lo dejó en un andén desierto, entre viento gélido y postes de luz que parpadeaban como si dudaran en mantenerse encendidos. Nadie lo recibió. Solo el silencio… y el rumor persistente de que algo, en esa colina, seguía esperando.

En la pensión “El Descanso de Holloway”, una anciana de rostro anguloso y mirada evasiva le entregó la llave de su habitación sin pronunciar palabra. En las paredes, los relojes estaban cubiertos por paños oscuros, como si negaran su propósito.

Thomas llevaba años investigando la mansión Ainsworth. La conocía en planos, rumores, notas marginales de libros ya olvidados. Pero ahora la tenía cerca. Y con ella, el cuarto del reloj. Un cuarto que aparecía siempre en registros sin fecha, en testimonios con tinta temblorosa, en cartas que decían cosas como: “Él me miró desde dentro del péndulo” o “El tiempo me habló”.

Silencio mortal en el cuarto del reloj. Hombre de espaldas observando una mansión victoriana envuelta en niebla desde un pueblo vacío al anochecer

Al amanecer, caminó hasta el centro del pueblo. En la taberna local —El Cronómetro Roto— pidió café y silencio, pero obtuvo más de lo que esperaba. Un hombre de manos hinchadas y voz rasposa le dijo sin rodeos:

—Usted va a morir ahí dentro. No se trata de espíritus. Se trata del tiempo. Del tiempo cuando se niega a seguir.

Thomas no respondió. Solo anotó la frase en su cuaderno. Ya tenía más de una docena de advertencias. Y cada una era distinta. Una mujer había dicho que las agujas cambian de dirección si les gritas. Otro afirmó que los relojes laten si te quedas a oscuras con ellos. Nadie, sin embargo, podía decir qué había más allá de la puerta del cuarto. Solo que quien entraba… ya no era el mismo al salir.

Pero Thomas no quería respuestas fáciles. Quería verlo. Oírlo. Sentir, por sí mismo, el susurro de las agujas.

Y aquella noche, con la luna como única compañía, empezó a subir la colina.

Ecos de Holloway

La puerta principal de la mansión Ainsworth no estaba cerrada con llave. De hecho, ni siquiera estaba completamente cerrada. El picaporte colgaba flojo, como si hubiera sido forzado muchas veces, o como si simplemente ya no importara cerrarla.

Thomas empujó con suavidad. El interior lo recibió con un crujido antiguo, un sonido que parecía provenir no solo de la madera, sino de algo más profundo, como si la casa exhalara al sentir su presencia. El polvo era espeso, suspendido en el aire como si se negara a asentarse. Cada paso resonaba más fuerte de lo normal, como si el eco de su llegada se multiplicara más de la cuenta.

Hombre avanzando con linterna por un pasillo polvoriento de la mansión, rodeado de relojes cubiertos y un retrato que lo observa.

Encendió su linterna. La luz cortó la oscuridad como una cuchilla temblorosa. En las paredes, relojes cubiertos con sábanas parecían dormir. Uno de ellos vibró levemente al pasar. Thomas se detuvo. Volvió atrás. El reloj estaba inmóvil, pero juraría que... no. Mejor no pensarlo, se dijo. El miedo miente cuando no encuentra lógica.

En el gran salón encontró un retrato de cuerpo entero. Una figura masculina, de expresión severa, mirada penetrante y una mano apoyada sobre un bastón tallado en forma de reloj de arena. Abajo, una placa apenas legible: “Elijah Ainsworth, 1893–1953”.

Thomas sintió un escalofrío. No por el retrato, sino por lo que sucedía en su bolsillo. Su grabadora digital, que había apagado antes de entrar, se encendió sola. En la pantalla, una frase apareció en letras parpadeantes: “No escuches el tictac. Escucha lo que calla.”

Apagó el aparato de inmediato. Guardó el cuaderno. Respiró hondo. Seguía queriendo avanzar, aunque algo, en lo más visceral de su cuerpo, comenzaba a dudar.

Entonces lo oyó. No un reloj, no un crujido, no su respiración. Era algo más: un eco. Pero no el eco de sus pasos, sino de otros pasos. Idénticos a los suyos. Pero con un retraso de apenas medio segundo. Como si alguien... o algo... lo estuviera repitiendo.

Volvió la vista atrás. Nada. El pasillo vacío. El polvo sin moverse. El eco se detuvo en seco.

“Sigue bajando”, susurró una voz. O fue su mente. O fue el reloj. ¿Y si era el tiempo el que hablaba?

Thomas tragó saliva. Cada palabra que apuntaba en su libreta le parecía más absurda. Y sin embargo, en ningún momento pensó en regresar. Solo en seguir.

Las doce que nunca sonaron

El pasillo que llevaba al cuarto del reloj era más estrecho que el resto. El aire cambiaba. Más frío. Más denso. Como si el tiempo, en ese tramo de la casa, no circulase sino que se estancara.

Thomas avanzó sin hacer ruido, cuidando de no pisar las zonas donde la madera crujía. Sabía, sin saber por qué, que debía llegar sin anunciarse. La mansión parecía oírlo. O peor: recordarlo.

Hombre observando un reloj de péndulo detenido que marca las doce menos uno la sala está en penumbra y el aire parece suspendido en el tiempo.

Al final del pasillo, una puerta de roble ennegrecido esperaba, apenas entornada. Grabados en ella había símbolos circulares, engranajes tallados con un detalle casi enfermizo. Justo en el centro, alguien había clavado una placa metálica oxidada con una única palabra:

“Medianoche”

Thomas miró su reloj de muñeca. Eran exactamente las doce. Y, sin embargo, no sonó nada. Ni campanadas, ni mecanismos. Ni siquiera una vibración. Todo estaba detenido. Incluso su propia respiración pareció pausarse un segundo, como si el mundo hubiera olvidado qué hacer con ese instante.

Miró el reloj otra vez. Ahora marcaba las 11:59. Parpadeó. Miró de nuevo. Eran las 12:01.

El tiempo se había saltado la medianoche.

El miedo no fue inmediato. Fue lento. Como un pensamiento que se cuela en la mente sin pedir permiso. Un temor sin forma pero con propósito. Algo había pasado y Thomas no tenía explicación racional. Solo una certeza: el cuarto del reloj no quería que escuchara las doce.

Apoyó la mano sobre la madera. Estaba caliente. Demasiado caliente. Retiró la mano de inmediato. Sintió un impulso de dar media vuelta, de huir, de escribir otro libro, uno más sencillo, sobre mitos rurales o historia local.

Pero su dedo ya estaba en el pomo. Y su cuerpo, sin consultarle, ya se inclinaba hacia la grieta de la puerta. A través de la rendija, solo oscuridad. Una oscuridad que parecía observarlo de vuelta.

Y entonces, sin tocarlo, sin empujarlo, sin que una sola brisa soplara en aquel corredor... la puerta se abrió sola.

Tictac invertido

El cuarto del reloj era más amplio de lo que Thomas imaginaba. El techo abovedado desaparecía en la oscuridad, sostenido por vigas deformadas por el tiempo y la humedad. El aire no olía a polvo, ni a madera, ni siquiera a encierro. Olía a metal quemado. A algo fuera de lugar.

Había decenas de relojes colgados en las paredes, apoyados en estanterías, empotrados en el suelo. De péndulo, de bolsillo, de arena, de sol. Pero todos tenían una cosa en común: estaban detenidos.

Todos… excepto uno.

En el centro del cuarto, sobre una peana de hierro forjado, había un reloj de péndulo monumental, de más de dos metros de alto. El cristal que lo protegía estaba agrietado. En su interior, el péndulo oscilaba lentamente, pero lo hacía al revés: de derecha a izquierda, como si el tiempo mismo retrocediera.

Hombre entrando al cuarto del reloj, rodeado de relojes antiguos detenidos un péndulo central parece vibrar al revés en la penumbra.

Thomas se acercó, hipnotizado. A cada oscilación, sentía un tirón en el estómago, como si algo dentro de él quisiera volver atrás. Recordó fragmentos de su vida: su primer libro, una discusión con su madre, la forma en que había mirado a su exnovia antes de irse. Todo regresaba, como si ese péndulo pudiera reescribir lo ya vivido.

La grabadora volvió a encenderse por sí sola. Esta vez, no emitió texto, sino un sonido. Un tictac distorsionado, como si alguien lo hubiera grabado al revés. Thomas cerró los ojos. Lo escuchó. Intentó contarlo.

Un tic. Un tac. Un tic. Un tac. Luego… tac. Tic. Tac. Tic.

El ritmo cambiaba. El patrón se rompía. Los sonidos no eran mecánicos; eran orgánicos. Como si algo vivo los estuviera produciendo, desde dentro de los relojes.

Entonces lo vio. Reflejado en el cristal curvado del péndulo: su propio rostro… envejecido, con la barba larga, las ojeras profundas, los ojos apagados. Parpadeó. Y volvió a ser él. Pero por un instante, había visto una versión futura de sí mismo. O quizá una que ya había estado allí.

Retrocedió. Tropezó con una caja de herramientas olvidada. Dentro, pequeños engranajes, agujas dobladas, un diente humano.

El péndulo se detuvo. Todo quedó en silencio. Un silencio absoluto. No el de una habitación vacía, sino el de un lugar que espera algo.

Y entonces, sin motivo, todos los relojes de la sala comenzaron a vibrar al mismo tiempo.

El retrato que envejecía solo

Thomas huyó del cuarto del reloj sin saber por qué. O sí lo sabía, pero no quería nombrarlo. Nombrar el miedo lo hace más real. Y esa habitación… ya lo era demasiado.

Deambuló por la planta superior. Las escaleras crujían bajo su peso, pero los ecos no coincidían con sus pasos. A veces sonaban antes. A veces después. Como si la casa también estuviera caminando.

En una galería polvorienta, encontró lo que parecía una antigua sala de lectura. Libros encuadernados en cuero, algunos carcomidos por la humedad, otros sellados con cadenas rotas. En el centro de la pared norte, un retrato enorme colgaba inclinado, como si no soportara el peso del pasado.

Era Elijah Ainsworth. El mismo hombre que había visto al llegar, pero algo había cambiado. Su expresión era distinta. Ya no era solemne, sino derrotada. Su mirada ya no era penetrante, sino vidriosa. La piel del retrato mostraba arrugas nuevas, grietas en el barniz que se acumulaban en torno a los ojos y la boca. Como si el óleo… hubiera envejecido desde la última vez.

Hombre frente a un espejo rodeado de relojes antiguos, donde su reflejo envejecido lo observa con una mueca extraña desde la penumbra.

Thomas se acercó. Cada paso, un suspiro que la casa parecía contener. Frente al cuadro, notó algo más: un reflejo débil en la superficie del cristal. Era su propio rostro, pero difuso, como visto a través del agua. Parpadeó. El reflejo no lo imitó. Se quedó mirándolo.

—¿Qué me estás haciendo? —susurró Thomas.

No hubo respuesta. Pero las luces del pasillo se apagaron de golpe. Solo quedó el resplandor del retrato, que ahora parecía más fresco, más húmedo, como si la pintura acabara de ser aplicada. Elijah tenía un pequeño gesto en los labios: una mueca de burla.

Thomas dio un paso atrás. El suelo se hundió apenas unos milímetros, como si cediera a su miedo. Un libro cayó solo de la estantería. Abierto en una página amarillenta donde se leía:

“Todo lo que el tiempo no puede llevarse… lo consume aquí dentro.”

El reloj de péndulo del piso inferior comenzó a sonar, pero sin oscilar. Solo el sonido. El mismo tic-tac distorsionado. Ahora más fuerte. Ahora más cercano.

Thomas cerró el libro, lo devolvió al estante, y por primera vez en días, sintió una punzada de duda real: ¿Estaba aún en su presente, o atrapado en el tiempo de otro?

Cuarzo en la garganta

Thomas bajó al sótano porque necesitaba huir del retrato. Pero el sótano no era refugio, sino trampa. El aire allí tenía una textura distinta: áspera, casi sólida. Al respirar, sentía que sus pulmones se llenaban de polvo que nunca había sido polvo, como si aspirara el aliento de cosas que no debían seguir existiendo.

La linterna comenzó a parpadear. Thomas golpeó suavemente el cuerpo de plástico. Funcionó por un momento, pero la luz se volvió más fría, más azulada. En esa penumbra, los objetos no parecían pertenecer al presente. Había relojes desmontados, herramientas quirúrgicas oxidadas, muñecas sin rostro. Y en una esquina, un banco de trabajo con cuerdas de péndulo convertidas en collares.

El silencio era tan espeso que podía oír su corazón. Tic. Tac. Tic. Tac. Pero no. No era su corazón. Era un sonido distinto. Un reloj sonando dentro de él.

Hombre arrodillado en un sótano oscuro, tosiendo una aguja de cuarzo mientras engranajes oxidados y sombras distorsionadas lo rodean.

Se palpó el pecho. El latido era real. Pero no latía a su ritmo. Latía como si marcara la hora de algo. Como si una maquinaria invisible se hubiera insertado en su interior, usándolo como carcasa.

Comenzó a toser. Primero leve. Luego con violencia. Se arrodilló. Sintió que algo le raspaba la tráquea. El dolor era seco, preciso. Tosió una vez más, fuerte. Algo cayó sobre el suelo de piedra.

Era un cristal de cuarzo.

Pequeño. Transparente. Tallado. Con forma de aguja de reloj.

Thomas lo miró sin entender. Luego miró el resto del suelo. Había más. Muchos más. Cientos. Como si alguien hubiera estado expulsándolos uno a uno durante años.

—No soy el primero… —murmuró.

Y entonces, del fondo del sótano, entre el murmullo de engranajes oxidados, escuchó una voz. No una voz humana, sino algo arrastrado, hueco, monótono:

—Cada cuerpo... es solo una carcasa para medir.

Thomas no gritó. No podía. El cuarzo seguía subiendo.

El minutero de los desaparecidos

Thomas subió tambaleante desde el sótano, con el sabor metálico aún en la garganta y los cristales de cuarzo tintineando en el bolsillo. Cada paso era una traición a su equilibrio, como si el suelo se moviera apenas un segundo antes que él. Como si ya no caminara en sincronía con el mundo.

En el pasillo principal, el retrato de Elijah Ainsworth había desaparecido. Solo quedaba el marco vacío. El polvo aún marcaba la silueta del cuadro sobre la pared. Un cuadro que había estado allí durante generaciones. ¿Se lo había llevado alguien? ¿O se había ido solo?

Una puerta que antes estaba cerrada con llave —lo recordaba con claridad— ahora estaba entreabierta. En su interior, una pequeña biblioteca con carpetas de archivos polvorientos, cuadernos de cuero, expedientes. Todos fechados entre 1890 y 2020. Todos con nombres distintos.

Los leyó uno a uno. Hombres. Mujeres. Algunos con fotografías desvaídas, otros solo con descripciones físicas. En todos figuraba lo mismo bajo “causa de desaparición”: “Investigación cronológica no autorizada”.

Elijah Ainsworth, espectral y con ojos brillantes, entrega una llave a Thomas frente a un reloj antiguo iluminado por una luz dorada.

Un estante, más nuevo que el resto, contenía una única carpeta. La sacó. En la portada, su nombre: “Thomas Ashton”.

Dentro, una fotografía que no recordaba haberse tomado: él, de pie frente a la mansión, la mochila al hombro, mirando hacia la cámara. Abajo, la fecha: tres días antes. Y al pie del documento, una firma: “Elijah Ainsworth, Archivero del Tiempo”.

Thomas retrocedió, respirando entrecortado. Algo se activó detrás de él. El sonido era familiar. Un minutero girando, pero no en una esfera de reloj, sino en el suelo. Miró abajo: las baldosas giraban lentamente, marcando segundos con líneas grabadas.

Y en cada marca, un nombre. Uno de los nombres que acababa de leer. Uno por cada vuelta completa.

—Somos la medición —susurró una voz cerca de su oído—. El tiempo no se cuenta solo. Se alimenta.

Thomas cerró los ojos. No porque quisiera ocultar lo que veía. Sino porque ya no confiaba en lo que sus sentidos le decían. Y en ese momento entendió algo simple y atroz:

No había ido a investigar el pasado. Él era el futuro de todos los que habían desaparecido.

Cronofobia

Thomas corrió por los pasillos de la mansión, pero no avanzaba. Cada puerta que cruzaba lo devolvía a la anterior, como si el lugar se replegara sobre sí mismo. No había salida. Solo repetición.

Las paredes cambiaban sutilmente: relojes donde antes no había, retratos que lo mostraban a él con canas, con arrugas, con ojos que no eran suyos. En uno de ellos, incluso sonreía. Pero su sonrisa era hueca, torcida. Como si el cuadro supiera algo que él no.

El reloj central volvió a sonar. Esta vez, sin péndulo. Solo una campanada grave que atravesó la casa entera. Las ventanas se empañaron. El aire se volvió denso. Y del techo, en lugar de polvo, comenzó a caer arena.

La arena se acumulaba en el suelo como si el tiempo del cuarto fuera ahora visible. Tiempo cayendo. Tiempo agotándose.

Hombre arrodillado ante una figura humanoide de engranajes y cristal mientras cae arena del techo; un espejo muestra infinitas versiones de sí mismo.

En el centro del salón, donde antes estaba el péndulo monumental, ahora había un espejo. O algo que lo parecía. Su superficie era líquida, pero no reflejaba. Mostraba futuros posibles: uno donde huía y moría viejo y solo; otro donde permanecía y se volvía parte de la casa; uno más donde su cuerpo se disolvía en engranajes.

Detrás de él, una voz antigua. Familiar. Profunda como un pozo:

—No viniste a investigar. Viniste a reemplazarme.

Era Elijah Ainsworth, pero no como antes. Su cuerpo estaba formado por ruedas dentadas, por vidrio astillado, por metal vivo. Su rostro era el mismo, pero sus ojos eran esferas de reloj girando sin control.

—El tiempo necesita custodios —dijo—. Tú ya has sido marcado.

Thomas miró sus manos. La piel se cuarteaba. Pequeños fragmentos de cuarzo brotaban de sus nudillos. En su pecho, los latidos tenían ritmo mecánico. No era un hombre. No del todo.

Gritó. Pero su voz salió como una campanada.

Intentó huir, pero cada paso era más lento. El suelo lo absorbía. El aire pesaba toneladas. El reloj sonaba dentro de su cráneo.

“Tic.”

“Tac.”

Y entre cada sonido, una imagen: su infancia. Su primer libro. Su llegada a la mansión. Su caída. Su aceptación.

Thomas cayó de rodillas. No porque no pudiera moverse, sino porque ya no tenía razones para hacerlo.

Frente a él, Elijah le ofreció su bastón-reloj. En su interior, la arena seguía cayendo.

—Te toca medir —dijo.

Epílogo final: El relojero ciego

Nadie volvió a ver a Thomas Ashton. Ni en Harrow Creek, ni en los registros del tren, ni siquiera en las facturas del hotel. Su nombre fue borrado con la misma precisión con la que se retira una aguja rota de un mecanismo delicado. Como si nunca hubiera existido.

Algunos lugareños aseguran que la mansión Ainsworth ha cambiado. Que el reloj central volvió a funcionar… pero nunca marca la hora correcta. Siempre se adelanta. Siempre se atrasa. Como si buscara una medida nueva.

Los más ancianos del pueblo dicen que en noches de niebla, puede verse una silueta tras la ventana circular de la torre. Sentado, casi inmóvil, con un bastón entre las manos. Algunos aseguran que esa figura no tiene ojos. Que el nuevo relojero es ciego.

Y sin embargo, lo ve todo. A través del cristal, a través del tiempo, a través de nosotros.

Una niña del pueblo, curiosa, dejó una grabadora encendida cerca de la verja de la mansión. Cuando la reprodujo en casa, solo encontró una voz, susurrando en bucle:

“No se trata de saber la hora. Se trata de no dejar de contar.”

Hoy la puerta del cuarto del reloj sigue cerrada. Pero si te acercas con cuidado, sin hacer ruido, si te atreves a escuchar... oirás algo débil, imposible, persistente.

Tic. Pausa. Tac.

Y entre esos dos sonidos, todo lo que queda de nosotros.

Un silencio mortal habita la mansión Ainsworth. En su cuarto del reloj, el tiempo no fluye: observa, respira, atrapa. Thomas Ashton desapareció buscando la verdad: en el cuarto del reloj, el tiempo no fluye, devora. Un relato de terror psicológico donde cada tic-tac es una advertencia y cada sombra, una memoria que no es tuya.

Difunde la historia, no el silencio

CUENTOS EN LA BIBLIOTECA

  1. Ana Piera dice:

    Hola SLuis, vaya relato inquietante que nos has brindado. La atmósfera está muy bien lograda pues te sientes casi como parte de la casa, como si uno fuera uno de esos cuadros que aparecen y desaparecen. Interesante el fnal para tu prota, volverse el medidor del tiempo en esa mansión de terror, y quedarse ahí, latente, esperando que alguien lo reemplace. Nos dejas con una sensación rara al final, tu relato no puede dejar indiferente a nadie... enhorabuena.

    1. sLuis dice:

      Hola, Ana:

      Te agradezco sinceramente tu lectura y tu comentario tan detallado. Me alegra saber que la atmósfera del relato logró envolverte hasta el punto de sentirte parte de esa casa, como uno más de sus elementos fantasmales. La imagen del cuadro que aparece y desaparece es muy sugerente, y encaja perfectamente con la intención del texto: hacer que el lector se cuestione qué es real y qué forma parte de una ilusión o una condena.

      Respecto al final, convertir al protagonista en una suerte de guardián del tiempo fue mi forma de cerrar el ciclo, dejándolo allí, presente pero invisible, a la espera de otro que ocupe su lugar. Me reconforta saber que esa conclusión ha generado en ti una sensación ambigua; al fin y al cabo, en el terror psicológico, lo más inquietante no siempre es lo que se muestra, sino lo que permanece latente.

      Gracias nuevamente por tu lectura generosa.
      Un saludo muy cordial,

  2. Tarkion dice:

    Luis, me ha gustado mucho cómo manejas la atmósfera de este texto: pausada, cargada de presagios, sin necesidad de recurrir al sobresalto ni al exceso. Construyes un universo donde el tiempo es más un personaje que un fondo, y eso no es fácil de lograr.

    Me ha parecido muy potente el arranque con ese polvo danzando entre haces de luz: es casi cinematográfico, y marca desde el inicio esa sensación de suspensión. Has tejido muy bien los elementos clásicos del misterio —la mansión, el pueblo que calla, el investigador que cruza el umbral—, pero lo haces con una voz propia y un ritmo que acompaña perfectamente la tensión creciente.

    Si tuviera que resaltar algo, sería la musicalidad de las frases. Se nota el cuidado en cada elección léxica, en la forma de avanzar sin prisa, como si el propio texto imitara ese tiempo detenido que describes. No se echa de menos un clímax explícito porque el verdadero impacto está en la atmósfera, en esa inquietud que se instala sin necesidad de explicaciones.

    ¡Muy muy bueno Luis!
    ¡Un fuerte abrazo, compañero!

    1. sLuis dice:

      Querido Tarkion,

      Qué gusto recibir un comentario así. De verdad, gracias por leer con tanta atención y por detenerte en los matices. Me alegra profundamente que la atmósfera pausada y la figura del tiempo como presencia viva hayan resonado contigo, porque era justo esa sensación de suspensión inquietante lo que quería explorar.

      Me has leído incluso mejor de lo que yo mismo lo tenía claro al escribir: que el texto avance como el polvo entre la luz —sin prisas, pero con dirección— es justo esa musicalidad que intento perseguir cada vez que me siento a escribir algo más introspectivo.

      Y que señales el valor de lo no dicho, del clímax contenido... eso, compañero, me emociona. Porque muchas veces el verdadero horror —o la verdadera belleza— se esconde en lo que queda en el aire, sin resolver.

      Un fuerte abrazo y gracias por tomarte el tiempo. Comentarios como el tuyo dan ganas de seguir explorando estos rincones oscuros con más cuidado aún.

      Luis

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