Un huésped invisible en el apartamento 202
En el edificio de la calle Aranda, en el número 48 en el apartamento 202 guarda una rutina que parece perfecta: paredes recién pintadas, una ventana que da al patio y una puerta que cruje sólo cuando nadie la escucha. Sin embargo, bajo esa fachada ordenada, un huésped —no de carne y hueso, sino de recuerdos y silencios— se ha instalado sin invitación.
Los vecinos lo consideran un apartamento común, apenas distinguible de los demás, aunque nadie recuerda exactamente quién lo habitó antes. La portera jura haber visto siempre la luz encendida en la cocina al caer la tarde, incluso cuando el piso llevaba meses vacío. Y en las reuniones del edificio, nadie se atreve a mencionar que el eco del apartamento parece responder distinto al de los otros pasillos.
Para María, que lo heredó sin esfuerzo ni ilusión, el apartamento era un espacio seguro. Hasta que empezó a notar que el silencio no era completo, que en las noches largas se filtraban murmullos como si el aire conservara conversaciones antiguas. El apartamento no parecía deshabitado: parecía, más bien, estar aguardando su turno para hablar.
Capítulo 1 – La llave que falta
María llegó a casa una tarde de otoño, con las manos heladas y la bufanda aún impregnada del aire húmedo de la calle. Al enfrentarse a la puerta del apartamento notó algo distinto: la cerradura estaba ligeramente torcida, como si alguien hubiera forzado un acceso invisible. Probó a introducir la llave —la misma que siempre guardaba en el bolsillo interior del abrigo—, pero esta vez no encajó. El metal raspó, chirrió, y un leve clic resonó en el pasillo, un sonido extraño, como si la puerta hubiera esperado otro tiempo, otra persona, para abrirse.

El corazón de María golpeó con fuerza contra su pecho. Miró hacia atrás: la escalera estaba desierta, el eco de sus pasos aún flotaba en el aire. Volvió a girar la llave, más despacio, y la puerta cedió con un gemido breve, casi humano.
—¿Has visto mi llave? —preguntó María, mientras sus dedos rozaban la madera, buscando una explicación.
Dentro, Carlos estaba sentado en el sofá con un libro abierto sobre las rodillas. No levantó del todo la mirada, apenas un gesto rápido que escondía más de lo que revelaba. La luz de la lámpara le dibujaba sombras duras en el rostro.
—Tal vez la dejó el viento —respondió, y su sonrisa apenas asomó, sin llegar a los ojos.
María tragó saliva. Sabía que el viento no podía torcer cerraduras, ni alterar la forma de una llave. Y sin embargo, la frase de Carlos quedó suspendida en el aire, tan ligera como una excusa y tan pesada como una advertencia.
Capítulo 2 – La carta sin sello
Sobre la mesa de la cocina, cuidadosamente colocada junto al frutero, apareció una hoja doblada en cuatro, sin remitente ni sello. Nadie había entrado, y sin embargo, ahí estaba. María la observó desde el umbral: parecía inofensiva, pero irradiaba la misma incomodidad que un objeto encontrado en un sueño.

La desplegó despacio, sintiendo cómo el papel crujía como hueso bajo presión. En el centro, con tinta irregular, sólo unas palabras: “No todo lo que ves está aquí”.
Un escalofrío recorrió su nuca. El trazo era firme, como si la mano que lo escribió conociera cada curva de la tinta. No se parecía a la letra de Carlos ni a la de nadie que recordara.
—¿De quién es? —preguntó, intentando no temblar, su voz más baja que un suspiro.
El silencio respondió. El refrigerador zumbaba como un testigo nervioso, liberando de vez en cuando un chasquido seco. El sonido llenó la cocina de un compás inquietante, mientras la nota seguía sobre la mesa, vibrando apenas con cada corriente de aire, como si quisiera moverse por sí sola.
María se obligó a mirar a su alrededor. No había huellas en el polvo del alféizar, ni la puerta mostraba señales de haber sido forzada. Y sin embargo, en aquel instante, tuvo la certeza de que alguien más había estado allí, sentado a la mesa, esperando a que ella encontrara el mensaje.
Capítulo 3 – El perfume de la ausencia
Al día siguiente, cuando María abrió la puerta del salón, una oleada la detuvo en seco: un aroma tenue, envolvente, como el que queda en el aire cuando se apaga una vela. No había velas encendidas, ni rastro de humo, sólo aquella fragancia inconfundible que avanzaba por la habitación como si tuviera voluntad propia.

Se llevó la mano a la boca. El olor no era cualquiera: era el mismo perfume que usaba su madre, una esencia floral con un fondo amaderado, que ya no existía en ninguna perfumería desde hacía años. Un olor que había desaparecido con ella.
El aire se volvió más denso, como si cada partícula de polvo cargara un recuerdo. María sintió que la memoria de su infancia se reactivaba: la cocina iluminada, las manos cálidas que trenzaban su cabello, la voz suave que le cantaba para dormir. Todo regresó en un instante, tan vivo que dolía.
—¿Lo hueles? —murmuró Carlos, sin mirarla, con los ojos fijos en un punto invisible del suelo.
María asintió, aunque el aire parecía limpio y sin motivo para aquella fragancia imposible. El perfume flotaba entre las paredes, deslizándose como una sombra que buscaba anclaje, como si la habitación hubiera decidido exhalar lo que había guardado en secreto todos esos años.
Entonces notó que Carlos respiraba más rápido, como si también él hubiera reconocido algo más que un aroma: una presencia. Pero no dijo nada. Y en el silencio que siguió, María comprendió que no era la única que había sentido cómo el apartamento abría otra puerta, una que no se veía.
Capítulo 4 – El espejo que devuelve otra cara
El baño estaba en penumbra, iluminado apenas por la luz amarillenta del pasillo. El espejo, empañado por la humedad de la ducha, reflejaba la silueta de María de pie frente a él. Pero había algo más: una figura difusa, erguida a su espalda, como si compartiera el mismo espacio sin derecho a existir.
María se giró bruscamente, y el reflejo se deshizo en un parpadeo. Tras ella, sólo estaban las toallas colgadas y el goteo constante del grifo. El aire, sin embargo, conservaba una densidad extraña, como si la estancia hubiese respirado con alguien más.

Volvió a mirar al espejo. Su propio rostro se le antojaba ajeno, rígido, con los ojos demasiado abiertos. La imagen se resistía a ser reconocida como suya, como si el cristal se empeñara en mostrarle a otra mujer que fingía ser ella.
—Debe ser la luz —dijo Carlos desde la puerta, intentando calmarla, aunque su tono era más de advertencia que de consuelo.
María no respondió. Se inclinó hacia el espejo, buscando en los pliegues de la piel, en la comisura de los labios, en la mirada cansada, alguna pista de lo que había visto. Por un instante, creyó distinguir un gesto ajeno—una mueca leve, torcida—que su propio rostro no había hecho.
El espejo volvió a la normalidad, opaco y sin secretos, pero María ya no pudo apartar la idea: aquel reflejo no siempre le pertenecía.
Capítulo 5 – La última conversación
La noche caía con violencia, y la lluvia azotaba la ventana como si quisiera entrar. María se sentó a la mesa con una hoja en blanco frente a ella. El silencio de la casa parecía expectante, como si el apartamento mismo contuviera la respiración. Tomó la pluma y empezó a escribir una carta que nunca enviaría.
En las primeras líneas confesó un miedo que hasta entonces sólo había susurrado para sí: el de vivir acompañada por un huésped que no necesitaba puertas ni ventanas, alguien —o algo— que se había instalado entre las paredes y, poco a poco, en sus pensamientos.

Cada palabra trazada en el papel la hacía sentir menos dueña de sí misma, como si la confesión no fuera suya, sino dictada por otra voz que le guiaba la mano. La letra, reconocible pero alterada, se inclinaba demasiado, como si estuviera siendo imitada desde el otro lado del papel.
—Si alguna vez escuchas mi voz —escribió, murmurando cada palabra—, será el eco de lo que dejé sin decir.
El sobre se cerró con un pliegue tembloroso. Fue entonces cuando lo escuchó: el crujido inconfundible de la puerta del apartamento. No fue el viento ni la madera reseca. Era el sonido exacto de alguien que acababa de entrar con calma, como quien regresa a casa.
María contuvo el aliento. La carta quedó sobre la mesa, pero su mirada estaba fija en la penumbra del pasillo, donde una sombra parecía estirarse poco a poco, reclamando el espacio que hasta ahora había permanecido oculto.
Capítulo 6 – La radio encendida
La madrugada se pegaba a los cristales como una piel fría. El silencio del apartamento era espeso, quebrado solo por el crujido ocasional de las cañerías. De repente, un murmullo se deslizó desde la cocina: un sonido áspero, eléctrico, que no correspondía a nada vivo.
Sobre la encimera, la radio antigua —desconectada desde hacía meses— vibraba con una estática irregular que se acomodaba en sílabas rotas. El aparato parecía respirar con cada chasquido, como si algo al otro lado buscara abrirse paso.
—Ma… rí… a… —dijo una voz, torpe, como si aprendiera su nombre por primera vez.

María avanzó descalza. El suelo estaba helado, pero del aparato emanaba un calor improbable, casi febril. Al girar el dial por inercia, no encontró emisora, sólo un pulso grave que se sincronizaba con los latidos de su corazón.
El murmullo se transformó en un coro apenas audible, como si varias voces intentaran superponerse sin llegar a definirse. Un instante después, un chasquido seco atravesó el aire, y la voz se quebró en un gemido metálico.
Carlos apareció en el umbral, con el cansancio de quien no ha dormido en días. Sus ojos reflejaban el parpadeo irregular del aparato. Al posar la mano sobre la radio, el sonido se extinguió de golpe, como un animal herido que se esconde al sentirse descubierto.
—Nadie pronunció nada —dijo, y aunque intentó sonar firme, su voz fue apenas un hilo que no encontró sostén.
El silencio volvió a la cocina, pero María no pudo evitar sentir que lo que había hablado a través de la radio seguía allí, escuchando, esperando una nueva oportunidad para pronunciar su nombre.
Capítulo 7 – El armario entreabierto
Al amanecer, María salió al pasillo y se detuvo de golpe: el armario de madera, siempre cerrado, amaneció entreabierto. La rendija dejaba escapar un aire templado, distinto al frío habitual de la casa, como si detrás alguien respirara con calma, aguardando.

Al abrirlo, encontró que los abrigos de siempre habían sido desplazados hacia un costado. En su lugar, colgaba una hilera de prendas antiguas, desconocidas y, sin embargo, familiares: una chaqueta de paño verde con las mangas gastadas, un foulard con flores pequeñas y descoloridas, un abrigo de botones nacarados que ya nadie llevaba. La visión le apretó el pecho; aquellas ropas no pertenecían a ese tiempo. Eran piezas del pasado, como sacadas de un recuerdo intacto.
María aspiró hondo: el olor era inconfundible, el perfume abolido de su madre, una fragancia dulce y seca a la vez, que siempre se le quedaba impregnada en las mangas cuando la abrazaba de niña. Un aroma imposible, que llevaba años sin existir.
—¿Has estado buscando algo? —preguntó Carlos desde el pasillo, con un tono distraído que contrastaba con la inquietud de la escena.
María pasó los dedos por el forro de la chaqueta. La tela estaba tibia, como si hubiera sido usada hacía apenas unos segundos. El roce le produjo un escalofrío en la piel.
—No —respondió en un hilo de voz—. Creo que lo han estado buscando a nosotros.
Carlos frunció el ceño, pero no se acercó. Permaneció en la sombra del pasillo, como si supiera que aquel armario no debía abrirse más de lo necesario. María, en cambio, sintió que lo que estaba dentro no era ropa, sino una memoria prestada, colgada allí para recordarle que el huésped del 202 conocía cada secreto de su casa… y de su vida.
Capítulo 8 – El doble sentado
Por la tarde, al volver del trabajo, María dejó las llaves sobre la mesita y avanzó hacia el salón. La luz tenue del atardecer dibujaba un resplandor anaranjado en las cortinas. Allí, en el sofá, vio a Carlos sentado con la espalda recta, mirando fijamente hacia la ventana. El gesto era idéntico al suyo, hasta la forma de cruzar los brazos, pero el cuerpo no era el de su hermano: era una silueta compacta, sin rasgos, una sombra densa que absorbía cada destello de la estancia.
—Carlos… —susurró, y la figura viró apenas la cabeza, lo justo para insinuar un rostro inexistente, como si las sombras intentaran aprender la geometría de una cara.

El aire se espesó. María sintió que el salón contenía dos respiraciones: la suya y la de aquella presencia. Dio un paso atrás, y en ese mismo instante, la cerradura giró.
Carlos entró cargado con dos bolsas de la compra, con el gesto cotidiano de quien regresa de la calle. El sonido de las llaves chocando contra la mesa quebró el embrujo. La figura del sofá se contrajo, como humo atrapado en una corriente de aire, y se disolvió contra la pared, dejando tras de sí un pliegue de oscuridad que tardó en cerrarse.
—¿Con quién hablabas? —preguntó Carlos, dejando las bolsas en la encimera sin notar la tensión en el ambiente.
María tragó saliva. Miró el asiento hundido, la marca húmeda sobre la tela y el leve temblor del aire aún caliente, señales demasiado físicas para ser ignoradas.
—Con alguien que se sienta donde tú te sientas —dijo con voz baja—. Y que sabe esperar mejor que nosotros.
Carlos quiso reír, pero la sonrisa no llegó. El silencio se extendió entre ambos, tan espeso como la sombra que había ocupado el sofá. María comprendió que el huésped ya no solo se escondía: ahora lo imitaba.
El huésped invisible desapareció
Al día siguiente, la llave volvió a su sitio, brillante sobre la mesa como si nunca hubiera desaparecido. La carta había desaparecido del escritorio sin dejar rastro, y el perfume se disipó con la brisa matutina que entraba por la ventana del patio. El apartamento parecía intacto, como si las últimas noches no hubieran ocurrido jamás.

Sin embargo, María no podía engañarse: cada rincón del piso contenía un eco distinto. La cerradura sonaba con un matiz nuevo, el armario parecía respirar bajo la madera, y el sofá guardaba todavía la huella invisible de un cuerpo que no era de este mundo. El apartamento había cambiado de piel, aunque aparentara la misma rutina de siempre.
María se quedó de pie en el umbral, sintiendo que una parte de ella ya no salía con sus pasos. Algo suyo —un recuerdo, una sombra, una voz no pronunciada— se había quedado atrás, atrapado en la penumbra del apartamento como un huésped invisible que, aunque ausente, había dejado una huella indeleble.
El silencio que siguió no fue vacío: resonaba con la certeza de que algunas presencias no necesitan ser vistas para habitar, y de que el apartamento siempre tendría un lugar para quien supiera esperar sin ser invitado.
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El paraguas que solo se abría cuando alguien mentía
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