Saliendo de la carpintería junto a su perra

El reflejo en el espejo y lo que no vemos

Propuesta para el II certamen de IAdicto Digital

Mi propuesta para el II certamen organizado por Tarkion en su blog IAdicto Digital. El tema oficial es «relatos desde el otro lado del espejo».

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He querido participar con “El reflejo en el espejo y lo que no vemos” una historia real, cargada de humor absurdo, despistes domésticos y una pizca de nostalgia.

No hay fantasmas ni universos paralelos, pero sí un espejo y una revelación tan simple como inevitable: a veces lo que nos falta está justo encima… o sobre el hombro.

Porque el otro lado del espejo, a veces, no es más que la parte de nosotros que dejamos de mirar, o esa parte de nosotros que nunca sabe dónde ha puesto las cosas. .

El reflejo en el espejo

Esto no es una historia de ficción. Es algo real que me pasó por allí en el año 1990. Por aquel entonces vivía en Murcia, en un pueblo llamado La Raya de Santiago (el nombre se las trae), donde se me conocía por el apodo de “el catalán”. Tenía veintiséis años, una carpintería que me dejaba el alma serrada y las manos llenas de astillas. Era un miércoles cualquiera, de esos que no prometen nada y acaban dejándote una anécdota clavada para siempre.

Acto I — El peso de un día largo

Sentado en el sofá fumando y su perra Layka tumbada en la alfombra del salón

Era tarde. No lo suficiente como para acostarse sin cenar, pero sí para que el cuerpo pidiera tregua. Había pasado todo el día entre sierras, virutas, encargos a medio pagar y ese ruido mental que dejan los miércoles disfrazados de viernes que nunca llegan. La carpintería cerró a las ocho, como siempre, pero esa noche el cansancio parecía tener nombre propio.

Al llegar a casa, mi única intención era desaparecer durante unos minutos. No del mundo, sino de mí. Relajarme. Dejar que el cuerpo se hundiera en agua caliente mientras el cerebro flotaba lejos. Me lié un porro —nada especial, marihuana normal, de esa que no hace milagros pero suaviza las esquinas— y puse a llenar la bañera como quien afila el cuchillo para cortar la realidad en rodajas finas.

Layka, mi perra, me miraba desde la alfombra como hacen los animales cuando uno se pone existencial: sin juzgar, pero con cara de saber exactamente lo que va a pasar. Yo le devolví la mirada con esa mezcla de ternura y hastío que se tiene al final del día, y me dejé caer en el sofá a esperar el baño como quien espera justicia.

Acto II — La llamada

Cuando el vapor ya salía del baño como un susurro invitándome a entrar, me levanté, me desnudé sin pensar y fui a buscar lo que necesitaba. Abrí el segundo cajón de la mesilla de noche y allí estaba, reluciente, solitario, ocupando todo el cajón: mi único calzoncillo limpio. Lo cogí, y justo en ese momento sonó el teléfono. Una llamada inesperada, como las que solo llegan cuando estás a punto de no necesitarlas.

Desnudo, con una mano en la cadera y otra sosteniendo el auricular, hablé durante lo que luego supe eran diez minutos, aunque sentí como treinta. No recuerdo mucho de la conversación. Era alguien con voz familiar, pero las palabras se mezclaban con el eco del agua enfriándose y las ganas de desaparecer entre burbujas.

Cuando colgué, algo había cambiado. No era el tono del teléfono ni el vapor del baño. Era una ausencia. Una cosa pequeña, concreta, pero definitiva. Faltaba algo.

Los calzoncillos... No estaban.

Acto III — La búsqueda

Lo primero que pensé fue que no los había cogido. Luego, que se me habrían caído por el camino. Después, que Layka —con esa cara de “yo no fui”— se los había comido. Lo pensé en serio. Durante unos minutos creí que mi perra se había tragado la última prenda limpia de mi dignidad.

De rodillas buscando los calzoncillos debajo del sofá

Busqué por toda la casa. Arriba, abajo, detrás del sofá, dentro del tambor de la lavadora, bajo la mesa, encima del microondas, entre las toallas del baño. Abrí el frigorífico. Rebusqué en el cubo de la ropa sucia como quien explora un naufragio. Nada. Nada de nada.

Me fui a la terraza, por si el viento se los hubiera llevado volando como una metáfora cutre. Me asomé al balcón por si alguien los había robado en una operación exprés de ropa interior. Revisé el buzón. Lo abrí dos veces. No me juzgues. Ya no estaba pensando, solo ejecutando órdenes erráticas de un cerebro en bucle.

Volví al salón, levanté los cojines del sofá como si debajo pudiera haber un portal, una pista, una dimensión oculta de calzoncillos perdidos. Abrí cajones que no tenían ningún sentido: el del cubertero, el de los manuales de electrodomésticos, una caja con tornillos y mecheros rotos. Toqué el fondo del cubo de basura con dos dedos, como si fuera una excavación arqueológica y pudiera encontrar allí mi reputación extraviada.

Mi mente intentaba encontrar explicaciones lógicas, pero el porro ya me había dejado en esa fase en la que todo tiene un aire de sospecha. Dudé de mí, de Layka, de la física cuántica. Dudé incluso del día de la semana. Me pregunté si los había soñado. Si los había inventado. Si en realidad, ese día, me había levantado ya sin calzoncillos y todo esto era un delirio de algodón ausente.

Layka me seguía con la mirada desde su alfombra. No se movía, pero su silencio pesaba. Me observaba como quien ve a alguien caer al pozo de su propia estupidez sin remedio, y sin cuerda.

Fueron quince minutos. Reales. Cronometrados por la vergüenza. El baño seguía esperando, pero yo estaba en otra guerra. Y la toalla ya me empezaba a apretar la dignidad.

Acto IV — El espejo que revelo la verdad

El reflejo en el espejo revela los calzoncillos en el hombro al entrar al baño

Cuando ya me rendía, agotado, resignado a entrar al baño sin ropa ni dignidad, pasé frente al espejo. Por el rabillo del ojo, percibí algo que me deslumbró un segundo. Di un paso atrás. Y ahí estaban.

Mis calzoncillos. Colgados del hombro. Como si hubieran estado ahí todo el tiempo, como si se hubieran reído bajito mientras me veían dar vueltas por la casa como un náufrago en su propia rutina.

Me quedé quieto. Mirando el espejo. No como quien se reconoce, sino como quien se sorprende de seguir siendo uno mismo.

Me reí. Me reí solo, como hacía tiempo no lo hacía. Una carcajada seca, honesta, limpia. Layka levantó la cabeza desde la alfombra y me miró con ese gesto que solo tienen los perros: el de aceptar que sus humanos son, básicamente, imbéciles entrañables.

“A veces, lo que no vemos está justo encima. Pero necesitamos un espejo —o una buena dosis de absurdo— para verlo.”

Me giré hacia la bañera. El agua estaba tibia. Perfecta. Como si hubiera entendido que, incluso en el caos, hay cosas que nos esperan sin juzgar. Como si supiera que a veces uno necesita perderse un poco antes de volver.

Epílogo — Lo que queda cuando pasa la risa

Han pasado años desde aquella noche absurda, pero todavía, a veces, cuando abro un cajón o me quedo mirando el reflejo en el espejo, me acuerdo de esos calzoncillos y de lo que representaron: lo fácil que es perderse en lo cotidiano, lo sencillo que resulta olvidarse de uno mismo por no estar del todo presente.

No fue la marihuana. No fue el cansancio. Fue la vida, que a veces se disfraza de rutina para enseñarte algo entre risas. Y si tienes suerte, hay un perro cerca para recordarte que todo esto, aunque parezca idiota, tiene su gracia.

¿Y A TI?

¿Te ha pasado algo parecido? Un olvido, un despiste tonto, una escena ridícula que acabó con risa o con vergüenza… Cuéntalo en los comentarios, con o sin porro, que aquí lo que importa es reírnos juntos.

Difunde la historia, no el silencio

CUENTOS EN LA BIBLIOTECA

  1. Ana Piera dice:

    Me gustó muchísimo tu relato. Es un ejemplo de cómo no siempre hay que irse a los aliens, a los elfos o a los monstruos, etc. , para contar una buena historia. Una anécdota doméstica, bien contada, puede ser poderosa. La tuya nos enseña lo que ya comentas al final, cómo a veces algún detalle, algún absurdo, nos hace darnos cuenta que quizá estamos demasiado estresados. La actitud del personaje al final también es muy buena, en vez de enojarse por ser tan "distraído", se ríe de sí mismo. Reírse de uno mismo es la mejor terapia, no hay que tomarnos tan en serio. Un relato que deja una sonrisa en el corazón y un mensaje poderoso. ¡Saludos sLuis!

    1. sLuis dice:

      ¡Muchas gracias, Ana!
      Me alegra mucho que hayas conectado con el relato y con ese mensaje entre líneas. A veces lo cotidiano, lo que parece mínimo, encierra más verdad y ternura que cualquier historia de elfos o monstruos. Y sí, reírse de uno mismo es un salvavidas: nos recuerda que equivocarnos no es el fin del mundo, sino parte de estar vivos.

      Gracias por leerlo con tanta sensibilidad y por dejar un comentario que también deja una sonrisa.
      ¡Un abrazo grande!

  2. Dakota dice:

    Hola Luis, me ha encantado tu relato, a veces en lo más sencillo está la respuesta, jaja, me he reído leyendo y poniéndome en situación.
    He de decir que yo soy la madre del despiste. Desde estar buscando más de media hora las llaves y después de maldecir todo lo maldecible, llevarlas en el bolsillo. Tierra tragame, situaciones así para escribir un libro.
    No sabía que habías vivido en Murcia, mi tierra.
    Muchas felicidades por tu relato y suerte.
    Un abrazo 🤗

    1. sLuis dice:

      ¡Hola, Dakota!
      Mil gracias por pasarte y por compartir tu “tierra trágame” particular — me he visto reflejado buscándome los bolsillos igual que tú las llaves. Parece que la estirpe del despiste es más grande de lo que creíamos, ¡y da para un buen puñado de relatos!

      Sí, estuve unos años en Murcia, en un pueblecito pegado a la capital; todavía guardo aroma a azahar y a huerta en la memoria… y alguna que otra anécdota digna de risas.

      Me alegra que la historia te sacara una sonrisa; al fin y al cabo, encontrar humor en las pequeñas torpezas cotidianas es nuestra mejor brújula.
      ¡Un abrazo enorme y gracias por los buenos deseos! 🤗

  3. Marta Navarro dice:

    Genial, Luis. Un relato amable y divertido que deja una sensación muy agradable. Ese piloto automático con el que parece que vamos tan a menudo lleva a veces a situaciones de lo más disparatadas. Y la vida disfrazada de rutina (me ha encantado esa frase) se burla un poquito de nosotros. Me ha encantado tu historia, la naturalidad y la sencillez con que está contada y el mensaje de fondo. Estupendo todo. Felicidades.

    1. sLuis dice:

      Gracias, Marta. Qué gusto leer tu comentario, de verdad. Has captado justo lo que quería transmitir: esa rutina que se nos pone el disfraz de normalidad mientras hace de las suyas en segundo plano. Me alegra mucho que te haya resultado una lectura amable, porque aunque parta del absurdo, hay algo muy real debajo, ¿verdad?
      Un abrazo grande y gracias de nuevo por leerme con tanto cariño.

  4. Sorprendente relato, Luis. Me ha gustado mucho.
    A veces le damos demasiadas vueltas al porqué de las cosas, sin darnos cuenta de que la explicación más sencilla suele ser la válida en la mayoría de los casos. Miramos, pero no vemos. Juzgamos, pero no escuchamos. Nos ponemos en lo peor, quizá porque nos aterra demasiado esa sensación de que nunca nos pasa nada interesante. Los espejos deberían ayudarnos a vernos tal como somos, si nos dignásemos a vernos con los ojos. Pero nos miramos con partes de nuestro cerebro que distorsionan esa visión. Nos pueden la envidia, los miedos y la inseguridad. Si no fuese por todo ello, seríamos capaces de vernos como realmente somos sin perder los papeles ni la compostura.

    Un fuerte abrazo.

    1. sLuis dice:

      Hola, Estrella:

      Qué cierto lo que dices, a menudo no es el espejo el que distorsiona, sino nuestra propia mirada cargada de miedos e inseguridades. Me alegra mucho que el relato te haya llevado a esa reflexión tan profunda.

      Un fuerte abrazo,
      Luis

  5. Pepe dice:

    Hola, Luís! Qué relato más simpático, pero a la vez es un thriller en toda regla hasta ese final que te saca una sonrisa. Me ha gustado mucho cómo has empezado, con esa llamada que parecía que aguardaba algo siniestro. Un cambio de atención para luego llegar a los calzoncillos con dignidad incluida.
    Yo soy muy de olvidar cosas, o de perderlas, la más famosa es una zapatilla se ir por casa. Pero de mis despistes favoritos se encuentra una cosa que me ocurrió en mi etapa estudiantil en la uni. La verdad es que en esa época se duerme poco, ya sea por tener que estudiar o porque la noche en aquellos momentos siempre es joven. En una de esas me levanté una mañana para ir a clase, me preparé una taza de leche, café soluble, azucar y mientras se calentaba en el microondas fui al baño. Cuando volví a la cocina, el microondas aún seguía encendido, un poco raro, pues no solia ponerle más de dos minutos, aunque lo más extraño era que el vaso de leche no estaba dentro del microondas, sino en la mesa de desayuno. Era absurdo, mis compañeros de piso seguían durmiendo, y yo había puesto la taza en el microondas, el cual seguía en marcha, lo que me trajo una desafortunada pregunta: ¿qué he puesto yo adentro a calentar durante? Me asomé con miedo y vi la azucarera dando vueltas adentro. Ese día tuvimos azucar caramelizado acompañando las tostadas.
    Muchas gracias por compartir no propuesta y un fuerte abrazo

    1. sLuis dice:

      ¡Hola, Pepe!
      Me has sacado una carcajada con lo de la azucarera dando vueltas en el microondas 😂. Eso sí que es un thriller doméstico con final inesperado y bien caramelizado. ¡Perfectamente podría ser un micro-relato por sí solo!

      Me alegra un montón que te haya gustado la historia y que hayas captado ese juego de tensión y desenlace más ligero. Creo que los despistes tienen ese punto mágico: a veces nos meten en líos, y otras terminan siendo recuerdos divertidos que contamos una y otra vez.

      Gracias por compartir tu anécdota (ya me imagino el olor a azúcar quemado invadiendo toda la cocina) y por pasarte a leer. Un fuerte abrazo, y que nunca falten las sonrisas entre lo siniestro y lo cotidiano 😉

  6. Hola, Luis, esto demuestra que los espejos, a veces, son muy necesarios, jajajajaja. Imagínate que te pones otros calzoncillos y sales a la calle con los calzoncillos en el hombro, jajajaja, pues sí, hubiese sido cómico. Esta anécdota no me ha ocurrido, pero ir con el móvil en la mano, ir a la nevera, coger algo de ella y dejar el móvil dentro, sí... Por suerte, me he dado cuenta enseguida y no ha muerto de frío el pobre móvil, pero estas cosas pasan, jeje.
    Un abrazo. 🙂

    1. sLuis dice:

      Hola, Mercedes:

      Jajajaja, qué buena tu anécdota del móvil en la nevera, eso sí que es digno de un microrelato por sí solo 😅. Al final estos despistes nos salvan el día con una sonrisa, igual que el espejo del relato.

      Un abrazo grande,
      Luis

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