La pastilla de la risa
En un pueblo donde las farmacias despachan más ansiolíticos que chicles de menta —y donde el psicólogo local lleva meses con lista de espera y cara de estar al límite—, apareció una caja sin nombre, sin receta y sin la más mínima vergüenza. No tenía instrucciones, ni logotipo, ni trazabilidad. Solo un envoltorio brillante, un olor vagamente mentolado y una promesa implícita: lo vas a flipar.
Dentro, una pequeña píldora redonda. Blanca. Discreta. Aparentemente inofensiva… salvo por un detalle. Quien la tomaba no paraba de reír. Y no hablamos de una risita tonta: hablamos de carcajadas con lágrimas, espasmos musculares, confesiones repentinas, y en algunos casos, divorcios. Exprés. Una mujer se rió tanto durante una cena familiar que firmó la separación sobre el mantel, con un tenedor.
Esta es la historia de la pastilla de la risa. De cómo trastocó las vidas de cinco personas —y una nevera poseída con acento búlgaro—, desató traiciones vecinales, negocios de bienestar emocional con más humo que incienso, y un misterioso fallecimiento que nadie supo si fue por sobredosis… o por un chiste demasiado bueno.
Hubo sesiones de reiki, denuncias cruzadas, y hasta una moción municipal para declarar el estado de alegría preventiva. En medio de todo, quedaban los efectos colaterales: dientes partidos por risa incontrolable, croquetas desparramadas en plena catarsis y vídeos virales que nadie pidió.
Prepárate para una comedia en cuatro actos donde nada es lo que parece, todos tienen algo que ocultar y hasta el algoritmo de Google acaba llorando de la risa. O del miedo. O de ambas cosas a la vez.
Acto I — La receta de la felicidad
¿Puede una farmacia vender algo que ni ella misma entiende?
Todo comenzó un martes, como empiezan las desgracias pequeñas y los descubrimientos que cambian algo sin cambiar nada.

El cielo tenía esa luz de fluorescente agotado y el aire olía a sopa recalentada. Eugenio, 48 años, repartidor de pizzas a domicilio y filósofo en paro, entró en la Farmacia Escudé buscando ibuprofeno y salió con algo que ni siquiera tenía precio en la etiqueta.
Un blíster sin nombre, envuelto en ese plástico con el que vienen las sorpresas… o las demandas.
—¿Esto para qué sirve? —preguntó, agitando la lámina como si fuera una maraca de feria triste.
—No lo sabemos —dijo la farmacéutica con una sonrisa serena, como quien ofrece pasteles radioactivos en una degustación—.
Pero dicen que hace reír. Mucho.
Eugenio no reía desde que su ex lo dejó por un monitor de yoga, una dieta sin gluten y un caniche con nombre de filósofo.
Así que se la tragó antes de llegar a casa, como quien se traga una última esperanza sin consultar al sentido común.

A los cinco minutos estaba riéndose solo frente a la lavadora, sin saber si lo divertido era el centrifugado o sus propias decisiones vitales.
Tuvo un ataque de risa mientras buscaba calcetines. Otro mientras se hacía un bocadillo. Y uno particularmente revelador cuando recordó su intento fallido de estudiar alemán por correspondencia.
En menos de una hora, había llamado a su madre para decirle que la perdonaba por regalarle ropa interior de cactus en Navidad,
y subido un vídeo a TikTok riéndose mientras se comía una cebolla entera sin respirar. Medio pueblo lo vio. Y pidió más.
Ahí fue cuando apareció Martina. Coach de bienestar emocional, vegana intermitente y ex distribuidora de un sistema piramidal que prometía “libertad financiera sin moverse del sofá”.
Tenía un máster online en neurofelicidad, un perfil de Instagram con más filtros que seguidores y una colección de frases motivacionales bordadas en cojines.
Se ofreció a “gestionar” el fenómeno con voz pausada y mirada de gurú en prácticas.
—Esto no es solo una pastilla —dijo—. Es una oportunidad vibracional colectiva. Hay que compartir la risa con propósito. Monetizado, claro.
A cambio, claro, de un pequeño porcentaje… y total acceso a las cajas misteriosas que seguían llegando desde un proveedor con nombre sospechoso y sin dirección fiscal.
—Eugenio, esto no es solo una pastilla —le dijo con voz de gurú recién duchada—. Es una oportunidad vibracional universal.
Pero necesitamos estructura. Un plan. Una web. Un logo con una sonrisa que se convierta en infinito. Y si podemos, merchandising ecológico.
Eugenio, entre carcajadas espasmódicas y flashbacks de cuando casi abrió un bar de pádel sin saber jugar, aceptó.
Lo que no sabía es que Martina no tomaba la pastilla de la risa. Ni pensaba hacerlo.
Solo quería que los demás rieran… mientras ella contaba el dinero. Con guantes de látex.
Porque incluso en los pueblos más tranquilos, donde las neveras aún hacen hielo con dignidad, la felicidad siempre viene con letra pequeña.
O en este caso, sin prospecto. Solo con instrucciones opcionales y efectos secundarios emocionales.
Acto II — Cuando la risa se volvió política
¿Qué pasa cuando todos ríen menos tú?
La iniciativa “Ríe y gana” no tardó en convertirse en viral. Eugenio y Martina lanzaron una web color pastel, llena de frases motivacionales, testimonios sospechosamente eufóricos y un botón de compra que decía: “Quiero reír, aunque sea solo por dentro”.
Las cajas de pastilla de la risa salían como churros sin gluten y con más disclaimers que ingredientes.
Fue entonces cuando apareció Bernabé, concejal de cultura y saxofonista frustrado, con chaquetas de pana veraniega y sonrisa de funcionario interino con sueños rotos. Un hombre de voz engolada, gafas que jamás se empañaban —ni siquiera en la sauna municipal— y un currículum lleno de palabras como “sinergia”, “comunidad” y “powerpoint”.
Se presentó como “apoyo institucional”, pero no tardó en exigir figurar como cofundador y solicitar fondos europeos para un programa piloto de “risoterapia popular con enfoque de barrio”.
—Yo llevo años investigando los efectos de la serotonina —dijo, mientras desenfundaba una tesis encuadernada en cartulina plastificada—. Si no lo sabéis, fui finalista en un congreso sobre risoterapia en Cuenca. Lo mío no es ambición, es vocación pública.
Mentía. No solo no fue finalista: no había salido de Cuenca desde la comunión de su sobrino, y la tesis era un collage de artículos de Wikipedia con pie de página en Comic Sans y gráficos sacados de Excel 2003.
Pero tenía algo más peligroso que la ambición: carisma de reptil. Y una habilidad natural para detectar focos, micrófonos y cámaras encendidas. Pronto estaba organizando charlas en centros cívicos, vendiendo camisetas con frases como “Reír es de sabios” y exigiendo instalar cámaras ocultas para documentar los “efectos reales” de la pastilla de la risa en ancianos, niños y mascotas pequeñas.

Todo parecía ir viento en popa hasta que ocurrió lo impensable: Dolores “La Muda”, una mujer del pueblo que llevaba 40 años sin pronunciar palabra —ni siquiera en el bingo—, estalló en carcajadas durante la misa del domingo. Rió tan fuerte que rompió tres bancos de madera, derribó un candelabro y obligó al cura a suspender la homilía sobre el apocalipsis.
—Algo no cuadra —murmuró Eugenio, viendo el vídeo en bucle, con expresión entre fascinado y asustado—. Esta señora no ha tomado la pastilla. No aparece en el listado de reparto. Ni en la hoja de Excel, ni en el grupo de WhatsApp. Ni siquiera usa smartphone.
Martina, que ya desconfiaba de todo, empezó a sospechar de algo más turbio. Había cajas abiertas, cápsulas sustituidas y etiquetas nuevas escritas a mano con rotulador plateado: “Versión intensa (uso bajo supervisión espiritual)”.
—O alguien está saboteando el proyecto —dijo con voz grave, vaso de café en la mano y mirada de quien ya ha denunciado cosas peores—.
O la pastilla está... evolucionando. Y yo no firmé nada para apadrinar demonios farmacéuticos.
Bernabé sonreía. Con esa sonrisa torcida de quien ha echado algo en el ponche, pero jura que solo era zumo de piña.
Por primera vez desde que empezó todo, Eugenio no reía. Y eso, en un negocio de risas, era mala señal. Peor aún: muy mala señal. De las que vienen con música de suspense y olor a traición.
Acto III — El muerto sonriente y el dispositivo
¿Por qué un electrodoméstico hace reír a medianoche?
El primer grito vino de la calle Agustín Pi. A las tres de la madrugada, la señora Herminia —viuda, insomne y muy de misa— aseguró haber oído risas procedentes de su nevera.
Risas finas, agudas, como si unos duendecillos con resaca se estuvieran burlando del apio envuelto en papel film.
Al día siguiente, se reportaron once casos más. Todas las neveras eran modelo Norco de 2006, y todas comenzaban a emitir frases sarcásticas justo después de que sus dueños ingirieran una pastilla de la risa.
Lo más inquietante: al abrirlas, sonaban voces como “¡Buen intento, humano!”, “Otra vez pescado congelado, en serio” o “Tu tupper huele a derrota”.
El pueblo entró en pánico. La web colapsó, el grupo de WhatsApp se llenó de audios con gritos y risas distorsionadas, y un influencer local se grabó llorando mientras su frigorífico recitaba chistes de suegras.
Martina actuó rápido: organizó una “cumbre terapéutica multisensorial” con expertos en biohumor, reiki comercial y una señora que leía el aura a través de fotografías de la infancia.
Entre ellos estaba Román Ortega, antiguo ventrílocuo infantil reconvertido en terapeuta transpersonal.
Venía con diadema de cuarzo, mirada zen y una carpeta llena de certificados imprimidos en papel reciclado.
—Las carcajadas acumuladas generan energía residual —explicó, ajustándose el cuarzo como si afinara una antena invisible—.
Es lo que llamamos campo humorístico electromagnético. Si no se drena, puede poseer objetos de cocina. Y en casos extremos, cafeteras.
Nadie le creyó. Excepto Bernabé, que aprovechó para declarar la nevera de Herminia “bien cultural de interés sobrenatural” con subvención incluida y placa conmemorativa de cerámica.
La reunión se celebró en el centro cívico, decorado con tapices tibetanos, incienso de lavanda y bandejas de croquetas veganas que nadie se atrevía a tocar por miedo a ser “enérgicamente perturbado”.
A mitad de la sesión, las luces parpadearon. Se oyó un chillido. Luego, un silencio denso. Y allí, bajo la mesa de los aromaterapeutas, yacía Román Ortega. Pálido. Inmóvil. Sonriendo como un emoji congelado.

—¿Está muerto? —preguntó Eugenio, con tono de quien no quiere saber la respuesta.
—No lo sé —respondió Martina, mientras le abría un párpado con un bolígrafo de propaganda—. Pero si no lo está, actúa muy bien.
Lo declararon fallecido por “shock vibracional cómico”. El juez de paz —que también era panadero y presentador de la lotería local— firmó el acta entre lágrimas de risa. Nadie supo si eran reales o provocadas por la pastilla. O ambas cosas.
Martina, mientras tanto, disecaba una de las cápsulas con una pinza de depilar. Dentro no había polvo. Había un chip. Pequeño. Brillante. Encendido.
—La pastilla de la risa no es un suplemento. Es un dispositivo —dijo, casi sin voz—. Y alguien lo está activando desde fuera. Desde muy fuera.
Por primera vez, temieron que el verdadero demonio no estuviera en la nevera. Sino en el servidor.
Acto IV — Cuando desenchufamos la alegría
¿Y si el problema no es reír demasiado, sino dejar de hacerlo?
Al principio fueron ataques esporádicos. Gente riéndose en el dentista. En los entierros. En el ayuntamiento mientras se debatía el nuevo reglamento de reciclaje. Reían en la cola del pan, en la gasolinera, en la consulta del dermatólogo.
Reían cuando no tocaba. Reían sin saber por qué.

En cuestión de días, el pueblo entero quedó atrapado en una carcajada colectiva que ni el apocalipsis habría logrado interrumpir. El aire se llenó de risas como de polen: persistente, invisible y causante de efectos secundarios imprevisibles.
Las escuelas cerraron. El panadero dejó de hornear porque “la masa se reía sola”. Los perros comenzaron a huir al monte. El cura pidió excedencia y se fue a hacer silencio a un convento de Burgos.
La pastilla de la risa ya no era un producto. Era un virus emocional. Una tormenta química de alegría forzada. Y lo peor: nadie quería detenerla. Nadie salvo Eugenio.
Exhausto, con ojeras en forma de emoticono triste y camiseta manchada de sopa instantánea, encontró su salvación en una vieja libreta olvidada. Era de su tío Ernesto, técnico de sonido retirado y teórico de la conspiración doméstica, que afirmaba que “la alegría masiva es la forma más elegante de control”.
—El problema no es que todos se rían —leyó Eugenio, con voz baja—. El problema es que no puedan parar.
Bajó al sótano de la farmacia, donde todo había empezado. Allí, entre cajas mal apiladas, estanterías vencidas y un ventilador que giraba desde 2003 sin ningún propósito visible, encontró un router extraño.
No era de la red. Ni del siglo. Ni del planeta, probablemente.
—Esto no es un suministro local —dijo Martina, que apareció sin aviso, sin maquillaje y sin sus frases de autoayuda.
Solo llevaba una linterna, la mirada cansada y una certeza en la garganta—. Es una antena de distribución. De emociones. Está programada para estimular la zona del cerebro que interpreta el absurdo como placer. Una fábrica de risa sintética.
En ese momento, entró Bernabé. Sonriente. Demasiado. Llevaba meses sin tomar ni una cápsula. Y sin embargo, reía. Con esa risa líquida, continua, que no necesita razón ni pausa. Como si alguien le hiciera cosquillas desde dentro.
—¿No lo entendéis? —dijo, abriendo los brazos como quien espera aplausos en una gala de fin de curso—. El pueblo necesitaba algo. Dirección. Optimismo. Y yo les di la risa. Filtrada. Dosificada. Comercializable.
Martina lo fulminó con la mirada, como si pudiera atravesarlo con una afirmación rotunda.
—¿Tú creaste esto?
—No, querida —replicó Bernabé, con un leve encogimiento de hombros—. Lo encontré. En un congreso de smart cities.
Lo conecté a la red del pueblo. Solo hice unos pequeños ajustes para que el algoritmo favoreciera los chistes malos. Y eliminara las noticias deprimentes. ¿Tan mal está eso?
—¿Y Ortega? ¿También fingiste eso?
—Se ofreció voluntario —suspiró Bernabé—. Le encantan los shows. Pero luego me chantajeó. Así que... digamos que le mandé a hacer terapia en alta mar.
Está bien, supongo. Si no, lo estaría publicando en su newsletter.
Eugenio se acercó al router. Lo observó como quien mira un botón nuclear. Dudó. ¿Desenchufarlo? ¿Apagar la única fuente de alegría verdadera que habían tenido en años?
¿Y si luego volvían los lunes con cara de lunes? ¿Y si la tristeza volvía a colarse en los rincones de siempre, sin anestesia?
—¿Y si la tristeza es solo el precio de tener risa propia? —se preguntó en voz alta, como quien busca respuestas en un plato de sopa ya frío.
Entonces desenchufó el cable. Sin dramatismo. Sin banda sonora. Solo un clic seco.
El silencio que siguió fue brutal. Denso. Insoportable. Como si el mundo entero recordara, de golpe, todos sus errores de adolescencia. Y los que vendrían después.
Pero luego, alguien se rió. Una risa leve. Sincera. Imperfecta. Humana. Eugenio.
Rió por primera vez sin pastillas, sin chips, sin motivo aparente. Y fue suficiente.
—Bueno —dijo, mirando la nevera apagada—. Al menos ya no se ríe la nevera.
Epílogo — Caduca en 3 risas
En la caja fuerte oxidada de un supermercado abandonado —entre latas de fabada precocinada, flyers de promociones que nunca llegaron y un peluche con un ojo arrancado—
queda una única pastilla de la risa. Blanca. Silenciosa. Más inquietante que un payaso fuera de horario.
Espera. Como si supiera que alguien volverá.
Nadie se atreve a tocarla. Nadie salvo la señora Gertrudis, que a sus ochenta y muchos mantiene tres pasiones intactas:
los funerales ajenos (sobre todo si hay bandeja de pastas), los crucigramas con doble sentido y la risa sincera, incluso si es la última.
—Si algún día me muero —dijo una vez, con la boca llena de galletas de jengibre y la mirada puesta en el más allá—,
quiero que suene algo gracioso. Un pedo. Una trompeta. O una frase de autoayuda mal pronunciada.
Aquella noche, se la tomó. La pastilla de la risa, no las galletas. Y reía. Reía mientras escribía en su blog “Risa Final: cómo morirse con estilo”.
Reía cuando cayó al suelo, con las manos aún sobre el teclado. Reía mientras el gato la miraba con escepticismo.
Y mientras el reloj de cuco marcaba la hora del chiste eterno, sonó algo. No una trompeta. Fue su móvil. Una notificación:
“Tienes un nuevo seguidor”.
—¿Y si el humor fuera el verdadero virus? —murmura hoy alguien, mientras actualiza un blog de salud mental con memes animados, consejos con faltas de ortografía y enlaces rotos que llevan a vídeos de bebés riendo.
La pastilla sigue ahí. Caduca en tres risas. Pero nadie sabe cuándo se verán las próximas. Ni si estaremos preparados para ellas.
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¡Buenas, Luis!
Compañero, de verdad: no sé si tomarme una de esas pastillas para estar a la altura del texto o darte la enhorabuena directamente. Hacía tiempo que no leía una sátira tan afilada, tan bien escrita y con tanta mala leche bien dosificada.
Los personajes que has creado son para enmarcar. Martina, la coach de “bienestar emocional”, es una obra maestra de la picaresca moderna. Esa frase suya, “compartir la risa con propósito. Monetizado, claro”, debería estar bordada en un cojín y vendida en Etsy. Y Bernabé… ese político con “carisma de reptil” y tesis en Comic Sans… es que lo reconoces al vuelo. Todos los hemos visto alguna vez, y eso lo hace aún más brillante.
Pero lo que más me ha fascinado es el equilibrio entre la carcajada y la crítica. Debajo de la risa (y de la nevera con acento búlgaro, que es una joya absoluta) hay una mirada feroz y lúcida sobre el negocio de la felicidad. Sobre cómo convertimos las emociones en productos, las etiquetamos con palabras como “vibracional” o “colectiva” y nos las tragamos como placebos con logotipo.
Por eso el final del acto IV funciona tan bien: ese “clic seco”, el silencio que lo inunda todo y la risa final, humana y solitaria, de Eugenio. Una risa de verdad, sin algoritmo, sin marketing, sin propósito. Solo una risa. Y eso, en los tiempos que corren, es más revolucionario que cualquier fármaco.
Y el epílogo, con el concepto de la risa como virus y "caduca en 3 días", brillante, sin más.
Un relato redondo, inteligente, oscuro y divertidísimo. Enhorabuena.
¡Un fuerte abrazo, compañero! -
Luisss, jajaja, lo que me he reído y sin pastilla. Vaya relato más original, muy bien manejado el humor.
Los personajes tienen su carisma y el final me ha gustado mucho, habrá que reír antes que caduquen las risas, jajaja.Un abrazo grande.
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