la vecina que soñaba los finales de los demás, en el rellano de un edificio antiguo rodeada de símbolos oníricos

Rosa, la vecina del 4B que soñaba los finales de los demás

Rosa, la vecina que soñaba

Esta historia trata de Rosa, la vecina del 4B. A simple vista, nadie le prestaría mucha atención: saluda con un gesto mínimo, riega las plantas de plástico del descansillo y baja la basura siempre a las diez de la noche, ni un minuto antes ni un minuto después. Normalidad aparente. Pero Rosa no es tan normal. O, al menos, no del todo.

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Cada noche, al cerrar los ojos, ocurre lo mismo: sueña con el desenlace de la vida de alguien del edificio. No se trata de adivinación, ni de premoniciones baratas de tarotista televisiva. Es algo distinto, incómodo. Rosa no elige ni controla: simplemente presencia cómo terminan sus vecinos, como si cada vida tuviera escrito un epílogo insólito y alguien le confiara el privilegio —o la maldición— de leerlo en exclusiva.

Al principio pensó que era casualidad, un juego de su mente cansada. Pero los sueños se volvieron tan vívidos, llenos de detalles imposibles —una marca de nacimiento en forma de pera, un reloj parado a las 3:17, un gato que maúlla versos— que dejaron de ser solo sueños. Su edificio se transformó en una biblioteca de desenlaces inevitables y ella, sin querer, en su archivista.

Y entonces surgió la pregunta: cuando sabes cómo acaba la historia de alguien, ¿qué hacer con esa información? ¿Decirlo y arruinar la sorpresa? ¿Callarlo y cargar con la culpa? ¿O simplemente esperar, como quien ve una serie cuyo final ya conoce, a que la trama llegue al último episodio?

Rosa todavía no tiene la respuesta. Este relato trata precisamente de eso: de lo que ocurre cuando lo imposible se vuelve rutina, cuando lo insólito se instala en la escalera, y cuando una vecina común acaba siendo la guardiana involuntaria de todos los desenlaces.

El primer final

Rosa siempre había sido una vecina discreta, casi invisible. Llegaba temprano, salía tarde, saludaba con un movimiento de cabeza que servía tanto para un “hola” como para un “déjame en paz” y jamás preguntaba nada que pudiera alargar una conversación más de diez segundos. Vivía en el cuarto piso del edificio de ladrillos rojos de la calle Concha Espina, un lugar donde todos se conocían, sí, pero donde la intimidad se defendía con uñas, dientes y persianas bajadas.

Rosa frente al ascensor antiguo abierto, donde yace el señor Pérez con el periódico aún bajo el brazo

Todo comenzó una mañana de martes gris, de esas que parecen diseñadas para malas noticias. Rosa apretó el botón del ascensor y lo encontró bloqueado en la planta baja. Cuando se abrieron las puertas, ahí estaba el señor Pérez, rígido, con el periódico aún bajo el brazo y una expresión de ligera molestia en el rostro, como si la muerte le hubiera interrumpido un crucigrama. Tenía ochenta y dos años y una rutina milimétrica: bajar por su periódico, criticar a los políticos en voz alta y subir resoplando. Ese martes, el guion cambió en la última línea.

El conserje fue el primero en reaccionar. Se quitó la gorra con solemnidad, murmuró un “qué faena” y luego, discretamente, lloró. La policía llegó tarde, como siempre, y tras un intercambio de papeles y preguntas, llamó a los hijos de Pérez, que parecían más confundidos por el horario que por la muerte de su padre. Rosa, en cambio, pasó por delante del ascensor con la indiferencia automática de quien ya ha aceptado que los edificios también acumulan fantasmas. Siguió su camino al trabajo sin mirar atrás. No era insensible. Solo estaba agotada.

Esa noche, sin embargo, lo soñó. No la muerte, ni la rigidez del ascensor. Soñó el verdadero desenlace de Pérez: un salón iluminado por la risa de su nieto, el brillo de una pantalla y unas manos temblorosas intentando enfocar una cámara frontal. En el sueño, el niño le decía: “Abuelo, esta foto es para cuando llegues al otro lado”. Y Pérez, con lágrimas contenidas, respondía: “¿Otro lado? Yo creo que me quedo aquí un rato más”. Después, el clic definitivo: su primera selfie, torpe, borrosa, pero llena de vida.

A la mañana siguiente, Rosa encontró algo extraño. El abrigo del difunto seguía colgado en el rellano, y un policía despistado lo había dejado sin revisar. Movida por un impulso inexplicable, metió la mano en el bolsillo y sacó una fotografía: la misma selfie del sueño, borrosa, con Pérez sonriendo a medias y un nieto fuera de foco riendo detrás.

—No puede ser… —susurró Rosa, guardando la foto en su bolso como si fuera contrabando.

Pero lo era. Y así comenzó su particular don: soñar con los desenlaces de los demás, aunque esos finales no siempre coincidieran con lo que el mundo llamaba “el final”.

La lista mental

Durante tres semanas, Rosa intentó sobrellevar su nueva realidad con una disciplina extraña, casi burocrática. Cada mañana, antes incluso de lavarse los dientes, repasaba mentalmente quién podía morir ese día. Lo hacía como quien revisa la lista de la compra, con resignación y un toque de sarcasmo. Su calendario no se llenaba de reuniones ni de recados, sino de finales ajenos. Una agenda macabra, pero organizada:

Cocina con un calendario extraño, relojes parados en la pared, paloma coja en la ventana y la vecina escribiendo en su agenda
  • Lunes: Don Carlos, el portero. Con su gorra descolorida y manos manchadas de tinta de periódico.
  • Martes: La señora Gutiérrez, quinta izquierda, experta en criticar a todos menos a sí misma.
  • Miércoles: Los gemelos del séptimo, que parecían compartir hasta los resfriados y las malas ideas.
  • Jueves: El gato de la terraza comunitaria, al que nadie había adoptado oficialmente, pero que todos alimentaban en secreto.
  • Viernes: Ella misma. Siempre ella misma.

Los viernes eran los peores. Soñar con tu propio final es como leer el último capítulo de tu vida sin permiso. En su último sueño, Rosa se vio anciana, sentada en un banco del parque, alimentando palomas que parecían reconocerla por su nombre. Al mirarse las manos arrugadas, comprendió algo extraño: no estaba muriendo, estaba empezando a vivir de verdad, como si el final fuera en realidad un prólogo mal etiquetado.

—Es solo un sueño —se repetía mientras fregaba los platos o regaba las plantas de plástico del rellano. Pero lo decía sin convicción. Porque esos sueños no eran solo sueños: estaban llenos de detalles ridículos que luego aparecían en la realidad. Detalles que ningún guionista mediocre se molestaría en inventar: el reloj parado a las 3:17, una paloma coja que siempre la seguía, un graffiti en la pared del parque que decía FINALES EN REBAJAS.

A veces se preguntaba si el universo le estaba entregando un guion secreto, una especie de spoiler existencial. O peor aún, si alguien se divertía a su costa, escribiendo esos cierres solo para verla enloquecer mientras intentaba encajarlos en su vida normal.

El terapeuta canino

La vecina del 2C, Marta, tenía un problema que ya era la comidilla del edificio: su perro Max, un labrador color miel con cara de santo y nervios de posguerra. Ladraba sin parar, se lanzaba contra los cojines como si fueran enemigos históricos y, para colmo, sufría una fobia inexplicable a las cucarachas. Marta había probado de todo: veterinarios caros, psicólogos caninos con bata blanca, sesiones de reiki para perros e incluso acupuntura (sí, con agujas diminutas en las orejas del pobre animal). Nada funcionaba. Max seguía siendo un manojo de ansiedad con patas.

Una noche, Rosa soñó con él. No fue un final trágico ni un desenlace dramático. Al contrario: en su sueño, Max dirigía un grupo de terapia para perros ansiosos en la terraza comunitaria. Con una seriedad conmovedora, les enseñaba técnicas de respiración (“inspirad por el hocico, exhalad por la lengua”), organizaba meditaciones colectivas bajo el sol de la tarde y conseguía, milagrosamente, que el gato gruñón del 5D asistiera a las sesiones sin lanzar arañazos. Incluso había una pancarta colgada de la barandilla que decía: “Max, terapeuta canino certificado”.

Al despertar, Rosa no dudó: bajó dos plantas y llamó a la puerta de Marta. Sus nudillos temblaban, como si estuviera a punto de confesar un crimen.

—Buenos días —dijo con voz vacilante.— Vengo a hablarle sobre Max.

Marta abrió la puerta, despeinada y con un cojín recién destripado bajo el brazo. La miró con ojos cansados. —¿Le molesta el perro? Ya sé que está insoportable, pero le juro que lo intento todo.

Rosa entró y vio a Max dando vueltas frenéticas alrededor de la mesa, como si ensayara una coreografía invisible. La cola golpeaba las paredes como un metrónomo desquiciado.

—No, no me molesta —respondió Rosa, aunque la cola le había golpeado en la rodilla con fuerza.— Lo que quería decirle es que... Max podría ser útil. Podría ayudar a otros perros con problemas.

Marta parpadeó varias veces. —¿Útil? ¿Ayudar? ¿En qué sentido?

Rosa respiró hondo, como quien se lanza a la piscina sin saber nadar. —Creo que Max tiene vocación de terapeuta. Podría... dirigir grupos. Enseñar a otros perros a relajarse, a superar sus traumas. Ya sabe, convertirse en... terapeuta canino.

Perro labrador llamado, Max sentado como terapeuta en la terraza comunitaria, rodeado de perros atentos y un gato participando

Hubo un silencio incómodo. Max se detuvo, se sentó y la miró fijamente, como si estuviera evaluando la veracidad de aquellas palabras. Marta, incrédula, arqueó una ceja.

—¿Está diciendo que mi perro debería dar charlas de autoayuda?

Rosa sonrió, nerviosa. —Bueno, no charlas exactamente. Más bien sesiones prácticas. Algo así como yoga ladrado.

Marta soltó una carcajada inesperada. Luego suspiró y, para sorpresa de ambas, asintió. —¿Y sabe qué? No me parece tan mala idea. Peor que la acupuntura no puede ser.

Así comenzó la carrera más absurda e improbable del mundo: Max, el labrador ansioso, convertido en el primer terapeuta canino del barrio. Algunos vecinos empezaron a llevarle sus perros, otros acudían solo para escuchar sus “ladridos” desde la barandilla. Y, aunque nadie lo reconocía abiertamente, más de un humano salió de allí con menos ansiedad que cuando entró.

Las setas que hablaban

En la lavandería comunitaria del sótano, entre lejías olvidadas y calcetines huérfanos, existía un rincón inexplicable: un pequeño armario metálico donde crecían setas silvestres. Nadie sabía cómo habían llegado allí ni por qué brotaban cada mes con la puntualidad de un calendario. Algunas brillaban en la oscuridad como farolas en miniatura, otras tenían formas imposibles —una parecía una trompeta, otra tenía orejas— y había quien juraba que cambiaban de color si les contabas un secreto.

Una noche, Rosa soñó con el final de las setas. Pero no fue un final de muerte ni de moho. Fue un debate filosófico. En el sueño, las setas se reunían en círculo y discutían sobre el propósito de la vida mientras crecían en silencio, como si fueran una especie de club de lectura existencial.

—¿Para qué servimos? —preguntó una seta blanca y luminosa, con voz de profesora aburrida.

—Para ser comidas, claro —respondió una morena carnosa con tono pragmático.— O para decorar jardines cursis. Eso también es válido.

—Yo creo que servimos para enseñar —intervino una diminuta seta azul que parecía un botón de chaqueta.— Para mostrar que lo más bello puede crecer en los lugares más oscuros.

—¡Mentira! —interrumpió otra seta que olía a humedad.— Servimos para arruinar guisos. Nadie sabe cocinarnos bien.

Vecinos reunidos en la lavandería del sótano alrededor de un armario lleno de setas brillantes y coloridas que parecen hablar

Al día siguiente, Rosa bajó a poner la lavadora y escuchó un murmullo extraño. Provenía del armario de las setas. Se asomó con cautela y, para su sorpresa, encontró a varios vecinos arremolinados alrededor del espacio mágico, como si asistieran a una asamblea muy seria. Susurraban, asentían y hasta tomaban notas.

—¿Están hablando con las setas? —preguntó Rosa a la señora del primero, que sostenía una libreta llena de garabatos.

La mujer levantó la vista con absoluta naturalidad. —Por supuesto. ¿No ha oído sus consejos? Son brillantes. A mi marido le ayudaron a superar su crisis existencial. Ahora se levanta por las mañanas con más energía. Hasta ha vuelto a hacer sudokus.

Otro vecino intervino entusiasmado. —¡Y a mí me aconsejaron dejar el trabajo! Me dijeron: “crece en la oscuridad y florece cuando nadie lo espere”. Renuncié ayer. Estoy esperando a ver qué pasa.

Rosa se quedó mirando las setas. Algunas parecían inclinarse hacia ella, como si también quisieran susurrarle algo. Tal vez eran solo hongos absurdos nacidos de la humedad. O tal vez eran consejeros de un destino que nadie había pedido. El caso es que, por primera vez, Rosa no sabía si debía lavar la ropa o sentarse a escuchar.

El funeral equivocado

El funeral fue un desastre monumental. No porque el difunto fuera alguien influyente, sino porque ni siquiera era el difunto correcto. Todo comenzó cuando el conserje anunció en la portería, con la solemnidad de quien lee el parte meteorológico, que habría un velatorio para el el señor Pérez: jubilado, 82 años, experto en crucigramas y en encontrar descuentos en el supermercado.

Cuando los vecinos llegaron al salón de actos, vestidos de riguroso luto o con la primera chaqueta decente que encontraron, se toparon con un detalle imposible de ignorar: el cadáver no era Pérez. Sobre el ataúd descansaba un desconocido completamente calvo, con tatuajes en el cuello y un diente de oro que brillaba bajo la luz de las velas. El caos fue instantáneo.

Salón de actos caótico con ataúd abierto, desconocido tatuado con diente de oro, viuda indignada y vecinos discutiendo mientras alguien graba Funeral fake con su móvil

—¡Esto no es Pérez! —gritó la esposa, golpeando el ataúd con un bolso de charol.— ¡Mi marido tenía pelo negro y jamás se tatuaría algo tan vulgar!

—¡Además odiaba el oro! —añadió su cuñada, ofendida por el brillo del diente.

El director del funeral, sudando a chorros, trató de calmar los ánimos. —Señoras, por favor… seguramente ha habido un error administrativo…

—¡Error administrativo mis narices! —chilló un vecino.— ¡Ese hombre parece un extra de película de mafiosos!

Un grupo de ancianas empezó a murmurar teorías conspirativas: que Pérez había sido cambiado por un doble, que la funeraria reciclaba cadáveres para ahorrar costes, que aquello era una prueba del gobierno. Alguien, incluso, empezó a retransmitirlo en directo por el grupo de WhatsApp del edificio con el título: “Funeral fake”.

Mientras tanto, el conserje, abrumado, trataba de consolar a la viuda ofreciéndole un vaso de agua, pero accidentalmente se lo derramó encima del vestido. La mujer, indignada, anunció que jamás volvería a confiar en el ascensor ni en los funerales del barrio.

Esa noche, Rosa soñó con el verdadero final de Pérez. Y no fue dramático. En su sueño, Ramírez ganaba el premio gordo de la lotería justo después de morir. Su familia, desconcertada pero agradecida, utilizaba el dinero para construir un refugio para gatos callejeros. El detalle más absurdo era que el primer gato rescatado era idéntico al que Pérez había perdido años atrás, solo que este llevaba un lazo rojo al cuello y maullaba como si recitara refranes.

A la mañana siguiente, Rosa fue a ver a la esposa de Pérez. La encontró en bata, rodeada de coronas florales que nadie quería llevarse.

—¿Sabe qué? —dijo Rosa con voz suave, casi confidencial.— Su marido siempre quiso un refugio para gatos. Quizás debería considerar esa idea.

La mujer parpadeó, incrédula. —¿Un refugio? Pero Pérez odiaba a los gatos. Decía que le robaban el aire.

Rosa sonrió. —Solo en esta vida. En la próxima, los adorará.

La bibliotecaria viajera

La bibliotecaria del barrio, Elena, tenía un secreto que nunca escribió en ningún registro: cada libro que leía la transportaba a otra época. No era una metáfora ni una forma de hablar. Era literal. Cuando abría Cien años de soledad, un calor pegajoso invadía la sala, y las palmeras parecían asomarse por las ventanas. Cuando se sumergía en 1984, los pasillos olían a papel húmedo y a opresión, y más de un vecino juraba escuchar pasos metálicos siguiéndolos por el barrio.

Los lectores habituales no se sorprendían. Simplemente acostumbraban a dejar chanclas junto al mostrador por si tocaba playa caribeña, o bufandas de repuesto por si Elena decidía leer algo ruso en pleno enero. “Cosas de biblioteca”, decían, como si fuese lo más normal del mundo.

Biblioteca surreal con Elena rodeada de libros que brillan como portales, arena en el suelo y palomas volando dentro

Una noche, Rosa soñó con el verdadero final de Elena. En el sueño, la bibliotecaria no moría: se convertía en una viajera temporal definitiva. Cada libro era un portal. Cada página, un pasaje. Y aunque al principio parecía un don maravilloso, había un problema: no podía volver. Cada lectura era un billete de ida sin retorno.

—¿Qué hago? —preguntaba Elena en el sueño, rodeada de volúmenes que brillaban como brasas vivas.— Si leo todos estos libros, desapareceré de este mundo.

Una voz misteriosa —tal vez del propio edificio, tal vez de algún autor ya muerto— le respondió: —Pero vivirás mil vidas. ¿Acaso no vale más eso que una sola?

Al día siguiente, Rosa fue a la biblioteca. Encontró a Elena ordenando estanterías con una calma extraña, como quien ya tiene un billete comprado y solo espera el tren. A su alrededor, había arena en el suelo, olor a vino añejo y un par de palomas que nadie recordaba haber dejado entrar.

—Buenos días, Elena —dijo Rosa, intentando sonar despreocupada.— ¿Cómo está hoy?

Elena levantó la mirada, con ojos cansados y maravillados a la vez, como si aún llevara un pie en otra época. —Extraña, Rosa. Extraña y maravillosa. Hoy leeré El Quijote. Quiero sentir el viento de La Mancha en la cara… y quizá perderme un rato cabalgando con alguien que aún confunde gigantes con molinos.

Rosa sintió un nudo en el estómago. Sabía que ese sería el último libro que Elena leería en esa biblioteca. Después, partiría hacia otras épocas, otros mundos, dejando atrás un mostrador vacío, algunas palomas desorientadas y un eco de páginas que nunca dejarían de pasar.

El café que recordaba

En la cafetería de la esquina trabajaba Luis, un barista especial que nunca se olvidaba de nada. No solo preparaba buen café: parecía almacenar en su memoria cada conversación que ocurría entre aquellas paredes. Si volvías al día siguiente, recordaba qué habías pedido, qué habías dicho y, peor aún, cómo te habías sentido. Algunos vecinos lo adoraban, otros lo evitaban como a la peste: había quien prefería un café malo antes que un camarero que te devolviera tu pasado con la misma naturalidad con la que sirve un cortado.

Una noche, Rosa soñó con el final de Luis. En el sueño, él no moría, sino que se transformaba en un archivo vivo de recuerdos. La gente acudía a la cafetería no por la cafeína, sino por lo que podían recuperar de su propia historia. Luis servía cafés como si fueran cápsulas de memoria.

Cafetería pequeña donde Luis sirve un café espumoso a una mujer anciana, y el vapor refleja recuerdos difusos

—¿Recuerdas cuando nos conocimos? —preguntaba una mujer anciana, temblando sobre su taza.

Luis sonreía, sirviendo un café con leche espumoso.— Claro que lo recuerdo. Fue un martes lluvioso. Tú pediste un capuchino con doble chocolate y yo estaba enamorado de tu risa. Todavía suena en este local.

La mujer palideció. —¿Cómo sabes eso? Ni yo misma lo recordaba.

—Porque aquí guardamos todos los recuerdos —respondía Luis con calma.— Este café no solo sabe bien. También sabe a vida.

Al despertar, Rosa no pudo resistirse y fue a la cafetería. Se sentó en su mesa habitual, esa junto al ventanal empañado, y pidió un café con un gesto nervioso.

—Buenos días, Luis —dijo, intentando sonar rutinaria.

Luis la miró fijamente, como si ya supiera la conversación de memoria, y colocó la taza delante de ella con un golpe suave. —Rosa, la vecina del 4B. La que sueña con los finales de los demás.

Rosa casi derramó el café. —¿Cómo sabes eso? —susurró, con la voz rota.

Él sonrió, sereno, casi paternal. —Porque aquí guardamos todos los recuerdos. Incluso los que aún no han ocurrido.

En ese instante, Rosa sintió un escalofrío. No por lo que había dicho Luis, sino porque al probar el café notó algo imposible: sabía exactamente igual que un sueño que aún no había tenido.

Rosa soñó con su propio final

La elección de Rosa

Todo se vino abajo cuando Rosa soñó con su propio final real. No era el de los viernes, esos finales dulces en los que aparecía anciana alimentando palomas o iniciando una segunda juventud. Esta vez era distinto: un sueño tan denso que parecía más real que la vigilia, un cruce de caminos que no admitía evasivas.

Bosque oscuro con dos senderos imposibles, uno iluminado por faroles amarillos y otro sombrío con setas brillantes y libros flotando

En el sueño, se encontraba en un bosque oscuro. El aire olía a tierra húmeda y a tinta derramada, como si alguien hubiese intentado borrar un guion a medio escribir. A su izquierda, un sendero iluminado por faroles amarillos conducía hacia una vida tranquila, normal, con horarios previsibles y vecinos que jamás hablaban demasiado. A su derecha, un camino en penumbras serpenteaba entre árboles torcidos: prometía misterio, magia y peligro, como si cada sombra escondiera un capítulo nuevo.

—Debes elegir —dijo una voz desconocida, metálica, como si saliera de todas partes a la vez.— No puedes vivir en ambos mundos.

Rosa miró a ambos lados. El camino iluminado olía a café recién hecho y a domingo soleado. El oscuro, en cambio, desprendía un aroma a humedad, a setas parlantes y a páginas antiguas. Dudó. —¿Y si elijo mal?

—Nunca eliges mal —respondió la voz.— Simplemente eliges. El error es quedarse quieta.

Al despertar, Rosa sintió que el sueño había dejado huellas en el suelo de su habitación: restos de barro en las alfombras, hojas secas en el umbral. Supo que el momento se acercaba. Cada final ajeno que soñaba era solo un ensayo, una preparación para su propio cruce de caminos.

Esa mañana, mientras limpiaba su apartamento, encontró una carta anónima debajo de la puerta. Era un papel doblado en cuatro, escrito con caligrafía torcida: “Elige con el corazón, no con la cabeza.”

Guardó la carta en un cajón y pensó en todos los finales que había presenciado: los felices, los tristes, los absurdos, los mágicos. Cada uno era un universo completo, pero ninguno se parecía al suyo. Quizás —se dijo— el secreto no era escoger un único sendero, sino aprender a caminar en ambos a la vez, aunque eso significara perderse para siempre entre las dos versiones de sí misma.

El principio del fin

Rosa nunca supo exactamente cuándo ocurrió el cambio. Fue gradual, casi invisible, como la transformación silenciosa de una crisálida que despierta siendo mariposa. Un día se levantó y descubrió que ya no soñaba con finales. En su lugar, cada noche le llegaban comienzos.

Banco urbano rodeado de comienzos: una pareja besándose, un bebé balbuceando, un perro tranquilo y setas creciendo

Ahora sueña con el primer beso de la nueva pareja del 2B, con la primera palabra del bebé que todavía no ha nacido, con el primer ladrido tranquilo de un perro que alguna vez fue ansioso. Sueña con setas que germinan en armarios húmedos para empezar otra conversación filosófica, con libros que abren portales no al adiós sino a la bienvenida, con cafés que guardan futuros en vez de pasados. Es diferente, claro. Los finales pesan; los comienzos, en cambio, se multiplican sin límite.

Algunos vecinos notaron el cambio: dicen que Rosa camina más ligera, como si se hubiera sacudido un peso que no le correspondía. Otros no percibieron nada, convencidos de que siempre fue así. Pero todos coinciden en que algo en ella se ha recolocado, como una pieza encajada al fin en el rompecabezas del edificio.

Y quizás sea cierto. Porque cuando eres la vecina que soñaba los finales de los demás, aprendes que cada final es en realidad el preludio de otra historia. Tal vez el verdadero don nunca fue ver cómo terminaban las cosas, sino comprender que siempre hay un inicio esperándote, agazapado en la siguiente página.

Como dice Luis en la cafetería, mientras limpia una taza con gesto distraído: “Aquí guardamos todos los recuerdos. Pero también todos los futuros. Porque sin pasado no hay presente, y sin presente no hay futuro.”

Rosa sonríe mientras toma su café. Sabe que mañana soñará otra vez. Pero esta vez no con la última escena de nadie, sino con el primer paso, la primera palabra, la primera chispa. Y al despertar, quizás lo comparta, o quizás lo guarde en silencio, como quien esconde un regalo demasiado grande para envolverlo.

Porque al final —o más bien al principio— ser vecina consiste en eso: compartir paredes, escaleras y silencios, pero también sueños, absurdos y destinos entrelazados en el tejido vivo de lo cotidiano.

Difunde la historia, no el silencio

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