El pasillo de una escalera con una puerta, con destellos de luces

Las luces malditas del cuarto vacío

Las luces malditas

Me llamo Einar. Tengo treinta y tantos, estatura media, una perilla descuidada y un pelo rizado que nunca termina de obedecer. No soy memorable por mi aspecto, ni tampoco por mi vida: trabajo en silencio, vuelvo a casa sin que nadie me espere. Soy la clase de persona que uno olvida al poco de conocer, como una sombra más del edificio. Y sin embargo, algo me ha elegido a mí, como si mi anonimato fuera la invitación perfecta.

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Desde hace meses arrastro un insomnio que me vacía los huesos. Me acuesto sin sueño y despierto antes de que el amanecer me reclame. En esas horas muertas escucho cada crujido de las tuberías, cada respiración metálica del ascensor, cada portazo lejano. Aprendí a reconocer los ruidos habituales de la noche, a contarlos como quien enumera rezos, hasta que surgió uno que no encajaba: un brillo que no debería tener sonido, pero que vibra dentro de mi cabeza como si lo emitiera.

Al principio pensé que era mi imaginación, un efecto de cansancio o de mi tendencia a fijarme en lo que otros pasan por alto. Sin embargo, las luces malditas que brillan delante del cuarto vacío aparecían siempre a la misma hora, como un latido fijo que perfora la rutina. El resto de vecinos lo sabe, aunque nadie lo pronuncie: bajan la mirada al pasar frente a esa puerta, cambian de tema en seco cuando alguien la menciona. Yo, en cambio, no consigo apartar los ojos. A veces siento que no soy yo quien observa las luces, sino ellas las que me observan a mí.

Hay noches en que me parece que el resplandor late al mismo ritmo que mi pulso, anticipando el siguiente golpe de sangre en mis venas. Otras, que la intensidad sube y baja como si imitara mis pensamientos más oscuros. Lo más terrible es intuir que esas luces crecen para mí, que responden a mi cercanía, como bestias ansiosas enjauladas tras una puerta.

No sé si lo que voy a contar es un recuerdo, una confesión o una advertencia. Tal vez las tres cosas. Pero hay una certeza que me acompaña incluso ahora que escribo estas líneas sin dormir: ese cuarto nunca estuvo realmente vacío. Desde el momento en que decidí investigarlo, algo de mí quedó allí encerrado, y lo que aún camina fuera… no estoy seguro de que siga siendo yo.

La primera irradiación

Las luces parpadearon por primera vez una noche en la que bajé la basura, medio dormido, con las zapatillas arrastrando contra el suelo helado del pasillo. El edificio parecía haberse tragado todos los sonidos que lo caracterizan: ni el goteo testarudo de las tuberías, ni el crujir de los peldaños viejos, ni siquiera el zumbido metálico del ascensor en su ciclo interminable. Era un silencio anormal, como si todo el bloque contuviera la respiración. Fue entonces cuando lo vi: un resplandor débil que se filtraba desde debajo de la puerta del cuarto vacío.

Einar, en el descansillo con una bolsa de basura en la mano, observando las luces malditas

Me detuve en seco. La bolsa aún colgaba de mi mano y el plástico crujió tan fuerte en ese silencio que me estremeció. Quise convencerme de que se trataba de un simple fallo eléctrico, algún cable mordido por la humedad. Pero esa luz no era normal: no permanecía quieta, sino que tenía un pulso irregular, latía como el corazón de un animal enfermo. Y por un instante, lo juro, la pared respiró: se expandió y se encogió como un pecho asmático, como si compartiera conmigo el aire que yo mismo acababa de aspirar.

El olor llegó después. Era un tufo metálico de ozono, como si una tormenta se hubiera soltado allí dentro sin aviso, cargada de descargas invisibles. Pero había algo más profundo mezclado en el ambiente: un hedor agrio, orgánico, con la textura de papeles húmedos descomponiéndose, como los informes olvidados en algún sótano que jamás vio luz natural. Ese olor me llenó la boca, me raspó la garganta y me dejó la certeza de que algo en ese cuarto estaba pudriéndose con calma.

La distancia entre mí y esa puerta era apenas de unos metros, pero se volvió un pasillo interminable, deformado como un sueño febril. El reflejo pálido que se escapaba por la rendija se extendía sobre las baldosas, y yo lo seguí con la mirada como un animal hipnotizado por la antorcha del cazador. Cerré los ojos un instante para romper el embrujo, pero al abrirlos descubrí que la luz se había intensificado, como si celebrara mi rendición.

No quería acercarme, pero tampoco podía apartar la vista. Cada parpadeo parecía clavarme un ritmo dentro del pecho, sincronizando los latidos con su compás enfermizo. Me sentí convocado, absorbido, incapaz de decidir si debía avanzar o huir. Entonces lo comprendí —tarde, demasiado tarde—: aquello no era un fallo eléctrico ni una casualidad arquitectónica. Era un saludo. Era una llamada. Era un aviso. Y lo peor de todo fue esa certeza terrible que aún hoy me atormenta: lo que se escondía tras la puerta no solo sabía que yo estaba allí… sino que me había visto primero.

El informe que faltaba

Decidí que no podía conformarme con mirar de reojo cada noche. Si las luces tenían un origen, debía encontrarlo. Mi primera parada fueron los archivos municipales, un sótano más profundo de lo que intuía desde afuera, donde los papeles apilados parecen más viejos que la ciudad misma. El aire era espeso, cargado de polvo y de un olor a tinta rancia que se mezclaba con la humedad subterránea. Cada estantería crujía a mi paso como si estuviera guardando un secreto que prefería no ser removido.

La sala entera parecía abandonada a su propia decrepitud. Una bombilla colgaba desnuda sobre mi cabeza, parpadeando con un zumbido que imitaba la respiración de un insecto atrapado en una lámpara. Allí abajo, cada carpeta parecía sellada con un juramento de silencio. No eran solo documentos: eran tumbas de papel. Y yo, como un profanador, me atreví a abrir una de ellas.

Se ve un informe entre dos manos

Entre legajos de reparaciones rutinarias, de multas olvidadas y proyectos archivados sin gloria, apareció un informe diferente: más delgado, pero con un peso extraño, como si la carpeta contuviera algo vivo. Las grapas estaban oxidadas hasta el extremo de crujir como huesos viejos, y varias páginas habían sido arrancadas con brusquedad, dejando un borde irregular, desgarrado. Las que quedaban estaban llenas de nombres tachados con tinta negra, repetidos con insistencia inquietante, junto a fechas que no encajaban con ninguna cronología oficial. No eran errores burocráticos: eran cicatrices intencionadas. Era censura.

El golpe final vino de un croquis sepia, casi borrado, en cuyo margen aparecía el número de la puerta. Mi puerta. La del cuarto vacío. Al pie de la anotación, alguien había escrito con lápiz tembloroso dos palabras que parecían un eco de mis propias sospechas: “aparecidos” y, más abajo, “ruido sin fuente”. Sentí cómo se me erizaba la piel desde la nuca hasta los tobillos, como si acabara de ser nombrado en un inventario al que nunca quise pertenecer.

Intenté cerrar el documento, pero mis dedos no obedecían. Temblaban, indecisos, como si quisieran robarle más información. Lo sujeté con fuerza, hundiéndolo bajo mi abrigo, y me obligué a subir las escaleras que gemían como si intentaran retenerme allí abajo. Afuera, la luz me cegó: un cielo demasiado limpio, un aire demasiado inocente, como si la ciudad hubiera decidido esconder sus fantasmas bajo capa de normalidad. Nadie a mi alrededor sospechaba lo que llevaba conmigo.

Mientras caminaba entre transeúntes apurados, solo una certeza me acompañaba, clavada en la garganta como un clavo frío: aquel cuarto nunca estuvo vacío. Nunca lo estuvo, y ahora yo era el único de mi edificio que podía probarlo.

El vecindario que susurra

Desde que descubrí el informe, comencé a observar a mis vecinos con otros ojos. Descubrí gestos que antes me parecían simples costumbres: la manera en que aceleraban el paso en las escaleras, los saludos fugaces, las persianas cerradas demasiado temprano. No era cortesía ni prisa: era evasión. Lo confirmé cuando advertí que ninguno, ni siquiera los más indiferentes, se atrevía a dirigir la vista hacia la puerta del cuarto vacío. Apartaban la mirada con una disciplina automática, como si hubieran ensayado ese gesto toda la vida. No era indiferencia. Era miedo.

Probé a romper el pacto de silencio una tarde. Mencioné las luces malditas en voz baja, con timidez, como quien confiesa un pecado que nadie debería escuchar. El efecto fue inmediato: la conversación se quebró en seco, como un cristal explotando en cámara lenta. Un hombre forzó una risa hueca, fingiendo no entender. Una mujer dejó caer las llaves, los nudillos blancos de tanto aferrarse al bolso. Y en medio del pasillo, el sonido metálico de las llaves contra el suelo resonó como un campanazo fúnebre. Nadie recogió nada durante unos segundos que parecieron eternos.

Fue entonces cuando vi a la niña, sentada en un escalón con un cuaderno en el regazo. No tendría más de ocho años, pero su mirada era demasiado vieja, como si llevara siglos contemplando algo que jamás debería haber visto. Giró la página despacio, sin apartar los ojos de mí, y susurró apenas audible: “Ya salió alguien de ahí antes”. Nadie la corrigió. Nadie intentó callarla.

Una anciana entrega una llave a Einar

De entre el silencio quebrado emergió la anciana del tercero, una viuda de ojos apagados y piel de pergamino. Avanzaba despacio, arrastrando los pies, como si cada paso fuera un recordatorio de lo inevitable. Su respiración olía a polvo y a recuerdos. Me detuve al verla extender su mano temblorosa: en el puño cerrado se adivinaba el brillo apagado del metal. Cuando lo abrió, la luz mortecina del pasillo reveló una llave oxidada, pesada, con los dientes gastados de tiempo. —Si entras, no vuelvas —susurró, con una voz que no parecía suya sino del edificio entero, como si esas palabras hubiesen estado repitiéndose durante generaciones, esperando salir justo ahora.

La tomé. No porque creyera que aquella llave pudiera salvarme, sino porque en el fondo sabía que ya trabajaba para el destino, y negarla sería inútil. Al cerrarla en mi puño, el frío del metal me atravesó la piel como una aguja helada tatuando un pacto. Y en ese instante comprendí que el vecindario no era ignorante ni inocente. Todos sabían. Todos habían visto. Y todos habían decidido callar, construyendo entre miradas esquivas y frases inconclusas una muralla de silencio que ahora me tocaba atravesar a mí solo.

El cuarto desnudo

La llave crujió en la cerradura como si protestara. No recordaba haber oído jamás un sonido tan humano en un objeto tan inerte. Cuando empujé la puerta, el aire me golpeó con un frío seco, un frío que no pertenecía a ninguna estación. Di un paso y el polvo se levantó en remolinos lentos, como si me diera la bienvenida.

Un cuarto vacío con una mancha en la pared como si fuera un cuadro, Einar alumbra con una linterna

El cuarto estaba desnudo ni muebles, ni cortinas, ni rastro de vida. Sin embargo, la desnudez no era limpia, sino forzada, como si alguien hubiese arrancado todo de cuajo dejando cicatrices en el suelo y en las paredes. Me acerqué a la esquina y allí lo vi: una sombra fija, clavada contra el yeso, del tamaño de un cuadro que ya no estaba. Alumbré con la linterna, moví el haz de un lado a otro, pero la mancha permanecía inmutable, sólida, inmune a la luz. No era una sombra, era una huella.

Entonces lo escuché. Al principio pensé que era mi propio eco: un roce, un paso suave que acompañaba el ritmo de mi respiración. Me detuve. El ruido también. Inspiré hondo, dejando que el silencio me vaciara, y de nuevo… otro paso. No eran míos. Alguien caminaba conmigo, acompasando mis movimientos, como si se burlara de mi miedo.

Tuve la certeza de que si giraba de golpe, vería algo a mi espalda. No lo hice. Porque sabía que lo verdaderamente aterrador no estaba detrás de mí, sino delante, oculto en un cuarto que aparentaba estar vacío.

Pistas en negativo

Llevé conmigo la vieja cámara digital que apenas uso, una reliquia olvidada en el fondo de un cajón. Necesitaba pruebas: algo externo, frío, mecánico, que me demostrara que no estaba perdiendo la razón. Coloqué el trípode improvisado en el pasillo y enfoqué hacia el interior del cuarto. El eco metálico del obturador sonó nítido, como un disparo seco disparado dentro de un ataúd abierto. Cada clic me desgarraba los nervios, pero no podía detenerme: uno tras otro, disparé en ráfaga, hasta que el silencio se volvió insoportable entre los intervalos de cada foto.

Revisé la pantalla. La sangre se me heló al instante. En las imágenes aparecían lámparas colgando del techo, lámparas que en la realidad no existían. Su luz, blanquecina y antinatural, dibujaba ángulos imposibles sobre las paredes desnudas. Sombras largas y angulosas se extendían como raíces negras, proyectándose contra muros que no tenían nada delante. Me pasó por la cabeza la idea absurda de que las fotos no mostraban el cuarto sino su recuerdo, atrapado en un bucle de objetos que alguna vez estuvieron allí.

Lo más perturbador, sin embargo, fueron ellos. Siluetas humanas se dejaban ver en los bordes de cada imagen: figuras rígidas, como maniquíes abandonados, congelados en gestos interrumpidos. Una mujer inclinada, como si intentara rezar; un niño de pie, con la cabeza ladeada hasta un ángulo imposible; un hombre encorvado, sosteniendo un objeto que no lograba reconocer. Eran presencias fijas y, a la vez, expectantes, aguardando algo que yo aún no podía comprender.

Einar con la pantalla de la cámara donde se ven sombras donde no las hay

Me froté los ojos con violencia, convencido de que se trataba de un fallo del sensor o algún artefacto óptico provocado por la penumbra. Pero al volver a disparar, sentí que la cámara se adelantaba a mi voluntad. En cada nueva foto, las figuras habían cambiado de lugar. Dejaban de ocupar las esquinas y se acercaban a mí, paso a paso, imagen tras imagen, hasta bordear la cercanía del objetivo. En una foto, una mano traslúcida parecía rozar mi hombro con ternura fúnebre. En otra, un rostro desdibujado se inclinaba demasiado cerca de mi nuca, tan cerca que juraría percibir el aliento al revisar la pantalla.

Allí, entre todo ese ruido espectral, descubrí el elemento común: destellos suspendidos en el aire. No eran luces ordinarias, no ardían ni proyectaban sombra. Eran como brasas frías, inmutables, flotando sin fuente. Y lo más terrible era que mis ojos no las habían visto jamás en el cuarto mismo. Solo existían en las capturas, como si la cámara hubiera abierto una grieta hacia algo que se negaba a mostrarse en el espectro humano.

Comprendí entonces que aquel aparato no estaba retratando lo que yo veía, sino lo que permanecía oculto, paralelo, superpuesto a la habitación vacía. La cámara no revelaba el cuarto tal como era ahora, sino tal como había sido… o tal como seguía siendo en otra dimensión que ningún ser vivo estaba destinado a contemplar. Apreté el dispositivo contra mi pecho, temblando, con la certeza de que cada foto me robaba un pedazo más de cordura, fijándome en un álbum que ya no podía dejar de crecer.

El trato con la oscuridad

El silencio del cuarto dejó de ser vacío. No era ausencia, era un recipiente que comenzaba a llenarse con voces que no me pertenecían. Sonaban rotas, fragmentadas, como ecos arrancados de distintos tiempos, y se mezclaban sin orden con los recuerdos que yo creía míos.

Atormentado por los recuerdos de los demás

Una escena me sacudió: un niño lloraba frente a un ataúd cerrado, sus sollozos atravesando mi garganta como si fueran míos. Luego, una mujer con manos temblorosas encendía una vela en un rincón húmedo; juraría sentir el calor de la llama en mis dedos. Y un hombre que no había visto en mi vida gritaba mi nombre con un tono de desesperación absoluta. No eran recuerdos propios, pero los recibía como cicatrices recién abiertas.

Comprendí, con un terror frío, que aquel lugar no pretendía asustarme: estaba negociando conmigo. Cada imagen que veía, cada olor antiguo que me invadía las fosas nasales, cada lamento que retumbaba en mi cabeza, era parte de una transacción. El cuarto me ofrecía piezas de un puzle imposible, retazos de una verdad que no podía alcanzar de otra forma. Pero todo tenía un precio: debía pagar con mi propia memoria. A cada fragmento ajeno que aceptaba, una parte de mí se desgarraba, quedando en blanco.

Lo descubrí demasiado tarde: ya no podía recordar el nombre de Laura, la única mujer a la que alguna vez había amado. Intenté traerlo de regreso, repetirlo como un rezo, pero en mi mente solo flotaba un hueco doloroso, como una pieza arrancada de un cuerpo vivo. Peor aún fue constatar que el rostro de mi hermana se estaba borrando, desdibujándose en mi memoria hasta convertirse en una silueta informe, un retrato difuminado imposible de enfocar. Aquellas pérdidas no eran meras lagunas mentales: eran amputaciones, la extirpación de aquello que me sostenía como persona.

Me resistí. Lo intenté con violencia, cerrando los ojos, apretando los puños, huyendo hacia otros pasillos del edificio como un ladrón acosado. Pero cada vez que me alejaba, las luces me seguían en sueños, palpitando como un faro en la negrura de mi subconsciente. Me llamaban, prometiéndome respuestas, respuestas que yo ansiaba con una desesperación enfermiza. Era un chantaje perfecto: al regresar obtenía fragmentos de verdad, pero debía pagar con mi propia estabilidad, la única riqueza que me quedaba.

Así que cedí. Sabía que lo hacía. Acepté olvidar lo que me mantenía cuerdo, lo que daba forma a mi vida anterior. Acepté borrar recuerdos hasta reducirme a un cascarón vacío, solo para encajar las piezas que el cuarto me ofrecía con su fría generosidad. Nunca pude decidir si era yo quien las entregaba, o si las luces las arrancaban de mi interior mientras dormía. Tal vez ambas cosas. Tal vez ya no hay diferencia.

En esa rendición supe la verdad más cruel: nunca fui yo quien investigaba al cuarto. Era el cuarto quien me estaba reescribiendo, frase a frase, memoria a memoria, hasta que de mí ya no quedara nada reconocible, salvo el eco del propio cuarto.

Lo que estuvo siempre

Las piezas comenzaron a encajar, aunque de un modo que me aterraba más que la ignorancia. Ese cuarto nunca había sido un simple trastero ni un espacio vacío. Entre los recuerdos prestados, arrancados de la memoria de otros, aparecieron imágenes fugaces y precisas: cámaras de fuelle desplegadas como insectos metálicos, trípodes de madera clavados en el suelo como estacas, placas de vidrio brillando alineadas en estantes interminables, soldados mudos en espera de órdenes. Ese cuarto fue un taller. Pero no un taller de objetos. Era un laboratorio del alma.

Lo comprendí cuando apareció en mi mente un eco que no me pertenecía: el arrastre de un ataúd subiendo escalones, velas consumiéndose en habitaciones cerradas, familias vestidas de luto entrando con paso grave y silencioso. No venían solas: traían consigo a sus muertos. Y allí, bajo el parpadeo químico del magnesio, el fotógrafo —o lo que fuera esa figura sombría que jamás mostró un rostro definido en los recuerdos— se encargaba de capturar lo último que quedaba de ellos. Sus cámaras no disparaban simples retratos: eran máquinas de fijación de almas.

Einar observa un retrato en la pared a su lado una cámara antigua con trípode

Con cada explosión de luz blanca, las facciones rígidas de los difuntos quedaban petrificadas en el vidrio. Pero esa luz no iluminaba únicamente la piel muerta: arrancaba también un resto invisible, un hálito que se desprendía del cuerpo y quedaba atrapado en la emulsión fotográfica. Allí, en cada placa, no habitaba solo la imagen: habitaba el difunto mismo, desgajado de su tránsito, fosilizado en un negativo perpetuo. Era un arte fúnebre, sí, pero también una condena.

Lo supe con una certeza que no era mía, sino de quienes ya llevaban siglos atrapados allí: aquel cuarto había sido un taller clandestino de espíritus. No se limitaba a retratar a los muertos; los mantenía cautivos en un limbo de luz. Aquellos destellos, los mismos que yo veía cada noche filtrarse por la rendija de la puerta, eran los gritos de quienes intentaban escapar: presencias agitándose dentro de los cristales, repitiéndose en bucles espectrales, recordándome que aún existían aunque ya nadie quisiera recordarlos.

Para entonces ya estaba demasiado dentro. El aire del cuarto y mis pulmones eran indistinguibles; mi sangre vibraba con la misma frecuencia que las luces. Y en cada latido reconocía un pulso extranjero, como si poco a poco una parte de mí también estuviera quedando fijada en la emulsión de ese cristal maldito. Comprendí, con un escalofrío que no se borró jamás, que no estaba observando los vestigios de un oficio antiguo. Formaba parte activa de él. Era ya uno más en el archivo interminable del cuarto.

Revelado

Conseguí una cámara antigua, de las que usan fuelle y placas fotográficas, arrumbada en un mercado como si fuera un objeto decorativo sin uso. No sé por qué lo hice; quizá porque sentía, con una certeza instintiva, que la modernidad era incapaz de atrapar aquello que habitaba el cuarto. Solo una herramienta nacida en la misma época de su maldición podía mostrarme lo que de verdad estaba ocurriendo.

Curvado sobre una cámara con trípode

Coloqué el trípode en el centro, las patas ásperas contra las tablas carcomidas; desplegué el fuelle con un crujido insectil y ajusté la tela negra sobre mi cabeza. El silencio era tan espeso que podía oír el crujir de mis huesos cada vez que respiraba, como si hasta mi esqueleto protestara por participar en ese ritual.

Entonces ocurrió: las luces estallaron en la penumbra con la violencia de relámpagos contenidos, ráfagas blancas sin origen, que no provenían de ninguna bombilla ni de ningún flash. Eran ellos. Uno tras otro, los espectros que habían habitado esa emulsión antigua se alinearon frente a mí, formando un retrato colectivo imposible. Permanecían inmóviles, expectantes, con la solemnidad de modelos que han posado demasiadas veces sin ser liberados. Podía sentir sus miradas perforándome incluso desde detrás del paño negro. Y yo no corrí. No grité. Solo disparé, con la sensación de que mi dedo no obedecía a mi voluntad, sino a la del cuarto.

El proceso de revelado fue un tormento que parecía prolongarse fuera del tiempo. En la penumbra del improvisado laboratorio, el olor acre de los químicos me quemaba la garganta, un olor que recordaba a óxido y a carne vieja. El líquido burbujeaba en las bandejas como si realmente hirviera, y cada sombra que emergía bajo el agua parecía agitarse, moverse bajo la superficie gelatinosa, luchando por alcanzar aire. Mis manos temblaban al virar el papel de un lado a otro, mientras manchas negras, primero informes, luego definidas, comenzaban a emerger como heridas abiertas.

Y entonces, al fin, la imagen se definió. Sentí que el aire se escapaba de mis pulmones. Allí estaba mi propio rostro, rígido, desencajado, mirándome desde dentro de la fotografía con una expresión que yo jamás había puesto frente al espejo: una mezcla de terror y resignación. No estaba solo. Muy cerca de mí, pegado a mi nuca, otra figura emergía con una claridad brutal: su sonrisa era demasiado grande, una mueca imposible que se extendía más allá de lo humano, abierta como si quisiera devorarme lento.

Me invadió de golpe un pavor absoluto porque comprendí que la foto me estaba observando. No era un objeto inerte: era un espejo habitado. Podía sentir cómo mi copia en esa emulsión respiraba por separado, como si tuviera su propio cuerpo atrapado en el cristal, encajonado junto a todos los demás. Y en ese momento el cuarto se me reveló en su crueldad más cristalina: nunca había necesitado un investigador, nunca había necesitado un testigo. Lo que buscaba era carne nueva para su colección de modelos.

Última exposición

Hoy las paredes del cuarto ya no me necesitan. Ya no sueño, porque lo que ocurre allí dentro dejó de visitarme en la penumbra de mi descanso: vive conmigo, adherido a cada resquicio de mi vigilia. Las fotografías que revelé —esas que nunca debí tocar— ahora circulan solas por la ciudad, sin firma ni autor, como si tuvieran voluntad propia. No se limitan a existir: se multiplican.

Surgen en escaparates abandonados donde nadie recuerda haberlas colgado, en marquesinas oxidadas que nadie utiliza, incluso en buzones de personas que jamás conocí. A veces se imprimen en hojas vírgenes expulsadas por impresoras apagadas. O aparecen en televisores desconectados, mostrando una única imagen fija en la pantalla muerta. Nadie sabe de dónde provienen, pero todos las han visto.

Las luces malditas

La imagen de Einar en varios retratos, una fotocopiadora sacando su imagen

En cada una persisten las luces malditas: flotan como cicatrices luminosas, imposibles de borrar, marcando rincones donde nunca debería haber sombras. Y en todas, sin excepción, aparece un hombre. Pelo rizado, rostro desencajado, mirada vacía; observa en silencio, esperando. Todos piensan que es un extraño. Yo sé que no lo es. Ese hombre soy yo. O lo fui. Porque a veces, cuando intento recordar los pliegues de mi cara, ya no siento que me pertenezca: se ha separado de mí, vive atrapado en los cristales, respirando una vida propia que yo ya no domino.

No escribo estas líneas para pedir ayuda. Sería inútil. Tampoco lo hago para ser recordado: los recuerdos ya no me pertenecen, y pronto tampoco le pertenecerán a nadie. Escribo porque intuyo que tarde o temprano usted también verá esas fotos. Puede que las encuentre en una esquina olvidada de su barrio, puede que le lleguen como un archivo sin remitente, puede que aparezcan reflejadas en la pantalla apagada de su propio teléfono. Y cuando eso ocurra, cuando reconozca las luces latentes en la penumbra de su casa y descubra aquellos destellos que no deberían brillar allí, sabrá la verdad.

El cuarto ya habrá encontrado otra puerta. Y esta vez será la suya. Entonces entenderá lo que yo comprendí demasiado tarde: que no se trata de mirar las luces, sino de responder a su llamada. Y usted, igual que yo, no tendrá más opción que entrar.

Difunde la historia, no el silencio

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